LAGUNILLA: ¡Qué duro Juan Antonio! Nada más de imaginarme ese...

En esta parece PABLO, hijo de mis abuelos Víctor y Valentina, era el menor de los cinco que tuvieron. Por Pablo se le conocía en la documentación legal, pues con ese nombre fue bautizado e inscrito civil. Ignoro si era su único nombre a esos efectos, pero para todos quienes le conocimos y tratamos, su nombre siempre fue: Vitín, y, siempre que por el se sintió aludido. Con este nombre vivió y por el mismo seguimos recordándole.
Personalmente lo conocí y traté intensamente cuando, todavía niño, venía a casa de sus padres y él todavía estaba soltero. Fue un hombre amante de su familia, trabajador infatigable, honrado, bondadoso y generoso. Algo tímido, pero de fácil querer por su carácter afable, presto a ayudar y cercano a todos. Daba la apariencia de seriedad, pero siempre que con él se hablaba, tenía la sonrisa en los labios. Era alto y delgado, y de joven ya se adivinaba perdería pronto el pelo, característica muy común en la familia, al igual que los ojos claros, entre verde y azul.
En un primer momento, fijó su domicilio, junto a Pilar, en una casa de la Plaza Mayor, para más adelante construir una nueva en la que hoy se llama calle de Segura Sáez, aquel clérigo burgalés, que fue obispo de Coria (de donde dependía nuestro pueblo) y murió siendo arzobispo de Sevilla y, si no recuerdo mal, fue en el 57 en Madrid, después de haberse opuesto al régimen surgido de la guerra civil, al igual que antes lo hizo con la República.
La fotografía nos lo muestra, joven y feliz con su esposa, PILAR y su primer hijo GUILLERMO de sus manos paseando por carretera. Vitín nos dejó joven, se tuvo que ausentar, justamente cuando su familia, esposa e hijos, seguramente más lo necesitaban, pero la Providencia es la que dispone de todos.
Pilar, gracias a Dios, todavía está entre nosotros, aunque ya no vive en Lagunilla, está cerca. Hace algunos años que no la veo, si bien, de tarde en tarde, a través de su nuera Raquel se está bien.
Pilar y Vitín tuvieron cuatro hijos, todos varones: Guillermo –como su tío paterno-, Vitín –como su padre y el abuelo-, Francisco –como su tío materno- y Ángel –como el marido de nuestra tía Reyes- Salvo a Francisco, al resto de hermanos hace años que no veo, a alguno puede que décadas.
A todos ellos les envío un abrazo muy fuerte, con el deseo de que el próximo verano podamos vernos en Lagunilla.

Sobre este hermano de mi madre, sin desmerecer al resto de mis tíos, tengo que declarar que fue muy querido por mi. Desde chico, fue al que más traté y con el que más veces fui al campo, a las Callejas, al Pajar, al Valle de la Tuella, a los Canchos, a los Llanillos, Peñafranca, los olivos, etc. A llevar o traer las vacas a los prados, a vendimiar o a coger higos, patatas o sandías, a regar los huertos, a por leña o helechos, a herrar a las caballerías. Junto a él, recorrí buena parte de las tierras de Lagunilla y, aunque a muchos lugares, no he vuelto en decenas de años, todavía recuerdo por dónde se iba e, incluso, desde el aire o sobre un mapa se situar muchos de aquellos lugares a los que me llevó.
Con él y con el abuelo, dormí en el suelo, sobre el heno o paja. En Peñafranca al raso cuando fuimos a recoger patatas; en la parva que extendían en el Cerrito de San Pedro y en la caseta que había en el Valle de la Tuella, éste último, lugar entrañable en el que había varios manantiales de agua fresca y pura que se podía beber directamente de la regatera; un gallinero con gallinas (que en más de una ocasión aniquilaron las zorras), había huerto, prados de abundante y fresca hierba que segada por la guadaña se almacenaba en el amial; robles, que surtían de leña la chimenea de los abuelos; fresnos, cuyas hojas y tiernas ramas servían de alimento al ganado cuando avanzado del verano el pasto escaseaba; castaños, de abundante y sabroso fruto y, sin solución de continuidad, se encontraban los cercados y fincas de El Pajar donde también había cerezos, higueras, robles y fresnos, además de los corrales en los que se guarecía el ganado de las inclemencias del tiempo.
Con el tiempo, las tierras de El Pajar, pasaron a ser propiedad de mi madre. El día que mis abuelos, de conformidad con sus hijos, decidieron trasmitir sus propiedades a sus descendientes, de común acuerdo, hicieron cinco lotes y, como mi madre estaba ausente y yo me encontraba en el pueblo, fui parte activa en la suerte que a cada cual correspondió, pues se me designó para extraer las papeletas con nombres de los agraciados. Mi madre acabó vendiendo esa propiedad a Vitín.
El fue el último de los hermanos en contraer matrimonio y abandonar el hogar paterno. Todavía recuerdo algo de la fiesta que se organizó con tal motivo y donde se celebró la comida, quienes trabajaron de lo lindo para darnos de comer a los invitados y parte de los animales que fueron sacrificados para el evento. En aquella época, la fiesta duraba de dos a tres días y había que servir varias comidas, incluidos desayunos y cenas.
Pero antes de casarse y tener su propia familia, el se ocupó en diversas ocasiones de mandarnos, por Pascua de Resurrección, los hornazos hasta nuestro lugar de residencia. Para ello debía desplazarse, en caballería, hasta la estación de Puerto de Béjar desde donde nos facturaba una banasta con ese rico producto casero acompañado de los dulces que en casa tanto se hacían. En otras ocasiones, dependiendo de la época, también nos enviaba otros productos: manzanas, castañas, cebollas, tomates, uvas, higos,…
En caballerías, acompañado del abuelo, se desplazaba hasta la misma estación del ferrocarril para recibirnos cuando llegábamos a las tantas de la madrugada en un tren procedente de Salamanca. A lomos de las caballerías, a mis padres y hermanos, con los abultados equipajes, nos trasladaban al pueblo. Obviamente, los niños, con el balanceo que el movimiento de la jaca y el sonido de sus cascos contra la calzada de tierra y piedras, hacíamos el camino dormidos. Con la primera luz del día llegábamos a Lagunilla, allí, la abuela Valentina nos esperaba con la impaciencia y alegría propia de quien espera ver a sus nietos, pero también, sabedora de que llegaríamos con apetito, nos tenía preparado el desayuno a base de patatas meneas, leche de espesa nata con motas amarillas, el café con achicoria que con su olor todo lo invadía y boyuelas, magdalenas, bollo y tostadas de pan.
El recuerdo del menor de los hijos de Valentina y Víctor siempre estará conmigo. El, junto a los abuelos, me cuidó y me dio el cariño que, al estar lejos de mis padres, precisaba. Me enseñó y soportó. A todos los sitios me llevaba y, aunque muchas veces fuera un estorbo, siempre dispuesto y complacido accedía a mis deseos de montar en la jaca e ir al campo.

¡Qué duro Juan Antonio! Nada más de imaginarme ese recorrido a lomos en las caballerizas y bajo la noche me duelen los huesos ¿Acaso no habría sido un poco más cómodo usar un carro? Qué bien relatas el trajín cotidiano de aquellos tiempos. El reparto por sorteo debió de ser una práctica común entre las familias a la hora de heredar. Yo también recuerdo esa leche con la nata gruesa y las motitas amarillas, su sabor… si se tomaba sola amargaba un poco; pero al arrimo del café ya era otra cosa. El mismo café cobraba cuerpo, sabor tan excelente y nutritivo como jamás se lo daría ningún cacao.

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Mi cordial saludo.
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Sin duda, el carro hubiera sido más cómodo que ir sobre el aparejo de las caballerías. Como creo haber citado en alguna ocasión, mi abuelo tenía un carro –uno de los pocos que en Lagunilla existían-, y se podría haber utilizado para el transporte de personas y mercancías entre el pueblo y la estación del ferrocarril más próxima –Puerto de Béjar-, la diferencia es que el marchar de las caballerías es más rápido que el de los bóvidos y, por lo tanto, el tiempo empleado en el recorrido es menor.
No ... (ver texto completo)