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LAGUNILLA: RECUERDO INFANTILES...

RECUERDO INFANTILES

Con la llegada del verano y con él de las vacaciones, mi familia empezaba los preparativos para ir al pueblo a pasar el mes de agosto. Recuerdo los largos viajes de aquella época para trasladarnos desde el lugar donde vivíamos, no al otro extremo de España precisamente.
Primero un coche de línea para ir a coger el tren, a continuación ese tren nos llevaba a enlazar con otro tren, desaparecido hace mucho tiempo, que nos dejaría en Puerto de Béjar y por fin el coche de línea nos dejaría, después de doce horas de viaje, en nuestro destino.
El viaje era una auténtica odisea. Las antiguas maletas de cartón, los vagones del tren de madera, de tercera clase, y una máquina de carbón que hacía que, especialmente nosotros, los niños, acabáramos negros, y como no, para poder aguantar el largo recorrido, los bocadillos y el botijo de agua que muchas veces acababa derramada por el suelo del vagón. Una escena muy pintoresca. Cuando llegábamos a Puerto, con el agua sobrante del botijo, mi madre nos lavaba las manos, negras de la carbonilla del tren, y nos peinaba para llegar donde los abuelos un poco presentables.

Una vez en el pueblo, mi vida transcurría como la de los demás niños del lugar. Por las mañana me gustaba acompañar a mi madre a la fuente más cercana a la casa de los abuelos, a buscar agua con cántaros, botijos y cubos para el consumo del día. Por supuesto, por aquel entonces solo iba de acompañante pues podía romper el botijo dados mis pocos años. No hace falta decir que por entonces no había agua corriente, ni desagües y el ganado pasaba por el pueblo dejando su correspondiente resto.
Para la comida, como era tradicional entonces, no faltaba a diario el cocido que ahora me encanta pero que entonces detestaba.
Aprovechando las horas de más calor, los pequeños nos bajábamos al portal de la entrada que tenía el suelo empedrado con piedras irregulares de diferentes tamaños y formas, y allí jugábamos y dábamos rienda suelta a nuestra imaginación. No gustaba jugar a aquello que veíamos en el pueblo y que nosotros no teníamos. Con las bolas de los robles (ahora no recuerdo su nombre) formábamos nuestra ganadería y nos repartíamos las piedras del suelo que eran nuestros prados y ayudándonos de un palo que empujaba las bolas, trasladábamos nuestro ganado de una piedra a otra como quien traslada su ganado de una finca a otra. Allí pasábamos las horas sofocantes de la siesta.
Cuando avanzaba la tarde, salíamos o jugar a la calle, mientras, nuestras madres se reunían con las vecinas a cose a la puerta de alguna de las casa y allí pasaban el resto de la tarde charlando, contando chistes y aventuras, conversación que a veces se interrumpía con la llegada del abuelo o algún vecino que traía las banasta llenas de higos. Allí comíamos los que queríamos y más tarde con los restantes se ensartaban para ponerlos a secar colgados en el balcón el cual era muy visitado por las golondrinas que se posaban en las cuerdas de la ropa a pasar el rato y que en ocasiones habían construido en el balcón sus nidos.
Al llegar la noche recuerdo la oscuridad de las calles alumbradas por escasas bombillas parpadeantes y con una luz tan tenue que parecían farolillos a punto de apagarse, esto en el mejor de los casos, cuando no se iba la luz y teníamos que recurrir a los tradicionales candiles que había en la casa de los abuelos. Así nos íbamos a la cama a descansar en los colchones de lana para, al día siguiente, iniciar un nuevo día similar al anterior, aunque en ocasiones el nuevo día nos traía gratas sorpresa.