Me contaba Pedro, amigo de San Martín del Castañar, que siendo mozalbete acompañaba a su tío Florencio González –natural de Campillo de Salvatierra, pero con comercio en la localidad de San Martín- y al que le habían salido los dientes por los pueblos y fincas ganaderas vendiendo y comprando todo tipo de mercancías. En sus correrías como arriero, comerciante ambulante y trapicheos varios, por la provincia salmantina, por Extremadura y por media España había ganado fama de hombre serio y formal; comerciante honrado y amasado un notable capital. Eran tiempos de carencia y estraperlo.
En pueblos, como Casas del Monte y Aldeanueva del Camino, muy frecuentados, según me cuenta, compraban pimentón y tabaco (el último, entonces intervenido por las autoridades). El pimentón, desde la estación de Aldeanueva lo facturaban a distintos destinos: Vitigudino, Lumbrales, Calzada de Valdunciel, Villavieja de Yeltes, Campillo de Salvatierra, Guijuelo…, incluso a otros lugares peninsulares. El tabaco y parte del pimentón siempre iba con ellos. Compraban en un sitio y vendía en otro; cada noche la pasaban en un lugar distinto. Iban de pueblo en pueblo; por las dehesas ganaderas del campo charro antes tan pobladas y donde hacía grandes matanzas vendiendo pimentón; comprando cerdos para engordar en otros lugares; llevando vino o aceite; alpargatas o azúcar; aquí compraban una mula, con cabezada y albarda, por 1.000 pesetas, y en el siguiente pueblo la vendían por 1.500, sin la cabezada que costaba otra 100 pesetas y la albarda algo más, si el nuevo comprador quería.
Cuando llegaba a una finca antes de acordar la venta; Florencio, tenía por costumbre ver los cebones que tenían dispuestos para la matanza; a la vista de los mismo, sugería a la dueña de la casa los kilos de pimentón que debería comprar. Para pesarlo, utilizaba un capacho de los utilizados para ir a la panadería a buscar el pan; forrado con tela en su interior, y previo al pesaje con las pajas y la tela algo humedecida (cómo ya habrá adivinado el lector, sin conocimiento del comprador, como es lógico); echaba el pimentón en el capacho, lo apretaba bien y luego pesaba.
En todos los sitios eran bien recibidos. Para quedar bien con los clientes/as, siempre llevaban algún regalito: unos botones para blusas, hilos de coser, botellitas de medio litro con aguardiente, etc., que entregaban a sus compradores después de pagada la compra.
En sus correrías entre los pueblos extremeños y su residencia domiciliaria y comercial, solían utilizar el puerto de Lagunilla; lo que hoy es carretera entre nuestro pueblo y La Abadía; pero, que entonces, era una vereda empinada y tortuosa por la que solo se podía caminar en fila india. Tanto Lagunilla como Valdelageve eran lugares habituales y donde solían pasar la noche en la posada del lugar. De todos los lugares visitados, Pedro, tiene alguna anécdota que contar.
Sería finales del mes de noviembre, en una noche fría, en la que caía aguanieve llegaron con su carga de pimentón y tabaco la fonda del tío Justo en Lagunilla. Iban andando y calados hasta los huesos; llevaban dos bestias con la carga: una jaca y una mula; cada animal, calcula, llevaría con unos 120 kg. Cuatro sacos de tabaco y otros tantos de pimentón para las matanzas que pronto tendrían lugar. Pasaron con su cargamento el portalón de la fonda donde encontrarían, hombres y bestias, el calor y el merecido descanso; cuando estaban comenzando a descargar se presentó una pareja de la Guardia Civil del destacamento del pueblo que tenía su cuartelillo allí próximo y algún guardia estaba de pupilo en la posada. Dado que la carga era pesada; los comerciantes, un viejo y un chiquillo, cansados y aterridos de frio; los civiles, jóvenes, voluntarios e inexpertos echaron una y dos manos en la descarga; vamos, me dice Pedro, que fueron los guardias quienes descargaron las bestias y ellos quitaron los aparejos. Lo curioso del caso es que, a pesar de estar intervenido el tabaco y el intenso olor que desprendía, los encargados de reprimir el estraperlo no se percataron de que, sin saberlo, estaban colaborando con una acción ilícita en aquello ya lejanos tiempos.
Por aquel entonces, en Lagunilla solían organizarse bailes con mucha frecuencia. Un día sí y otro también, contaban los ancianos del lugar. Había tal afición y ganas de disfrutar, que cualquier conmemoración del calendario religioso (entonces había muchos santos a los que festejar) era motivo para que los dos salones de baile se llenaran de jóvenes con ganas de divertirse. En la posada había una joven casadera, algunos años mayor que él, pero que no tenía acompañante para aquella velada (al parecer la llamaban Tori y era hija del posadero); el tío Justo ordenó a Pedro que acompañara al joven al baile. Pedro, que era un muchacho alto y bien plantado, pero que nunca había estado en un salón de baile y mucho menos en compañía de una mujer; azaroso, a requerimiento de la joven y a empujones de del posadero y su tío se decidió a acompañarla.
El baile entonces no era lo suyo, era torpe y además salvo responder “sí” o “no” a lo que la joven le preguntaba, no tenía mayor conversación. Al rato de estar allí, llegó otro joven, mayor que él, con más mundo, de más palique, buen bailarín y más chuleta que unas castañuelas; total, que en un abrir y cerrar de ojos, mi amigo perdió la compañía de la joven, que pasó el resto del baile acompañada el del joven recién llegado, que también se llamaba Pedro. Pedro González y, además de chulo, era de Béjar.
Por aquel entonces los bailes no duraban toda la noche y los jóvenes, más si eran mujeres, tenían una hora marcada para regresar a casa. Según mi amigo, sobre las 10 de la noche o poco más. Total que llega da la hora, los jóvenes regresaron sin mayor novedad a la posada, donde les esperaba la cena y el calor del hogar.
Mientas estaban en el baile, su tío Florencio había comprado a un cazador una liebre, esta no era muy grande, le había costado tres duros, y sería suficiente para acompañar al arroz. Pedro y su tío, se sentaron a la mesa y se prestaron a dar buena cuenta de aquel plato calentito y, que por el olor, debía estar apetitoso; acompañado con buen pan y mejor vino. A las primeras cucharadas ya sintieron el intenso picor que el arroz y liebre tenían; ni el pan, ni el vino y mucho menos el hambre que tenían, fueron motivo suficientes para acabar con aquél, hasta pocos minutos antes, deseado manjar. Dieron por finalizada la frugal cena y se fueron a acostar.
No sabe mi amigo si en la posada había o no camas para los viajeros; ellos siempre dormían cerca de la mercancía y de sus animales. Así pues, se fueron a la cuadra, medio llenaron con paja unos sacos que siempre llevaban, compusieron sendos colchones que tiraron en el suelo; los aparejos hicieron de almohada y con las mantas que bajo el mismo ponían sobre las caballerías se arroparon, por supuesto ni se quitaron la ropa ni las botas.
En seguida cayeron en un profundo sueño. A la media hora, Pedro se despertó, tenía una intensa sed y la boca le seguía ardiendo. Se levantó y se fue en busca de una cántara de agua que había visto en la cocina de la posada sobre un cantarero. Al llegar a la cocina vio que el tío Justo, que al parecer era un hombre fuerte y con una regular barriga, estaba dando buena cuenta del arroz con liebre que ellos habían rehusado por su intenso picor. Al tío Justo, el picor no le hacía sensación, debía encantarle, pensó Pedro; además tenía cerca una buena jarra de porcelana blanca que escanciaba con alegría. Después de saciar su sedienta garganta y aplacar los ardores de su boca, Pedro se fue al jergón, junto a su tío que roncaba más que una vieja locomotora de ferrocarril; antes de dormirse pensó en la escena que acababa de ver en la cocina y cayó en la cuenta de que el tío Justo había aderezado la libre y el arroz con abundancia de guindilla.
En la posada pagaban 3 pesetas por noche, incluía la paja para las bestias y el alojamiento de personas y animales; de la comida, que como queda dicho, la liebre la puso el tío de Pedro. Por supuesto, el tío Florencio había instruido a su sobrino en la forma de alimentar a los animales siempre que llegaban a una posada: El pesebre se llenaba de paja a rebosar y la cebada que ellos llevaban para alimentarlos se ahorraba, dejándola para mejor ocasión.
Entre esta y otras muchas anécdotas, ahora ya jubilado, nuestro amigo forjando su carácter y aprendió lo que hoy sabe de la vida, de los negocios, de las gentes y de
En pueblos, como Casas del Monte y Aldeanueva del Camino, muy frecuentados, según me cuenta, compraban pimentón y tabaco (el último, entonces intervenido por las autoridades). El pimentón, desde la estación de Aldeanueva lo facturaban a distintos destinos: Vitigudino, Lumbrales, Calzada de Valdunciel, Villavieja de Yeltes, Campillo de Salvatierra, Guijuelo…, incluso a otros lugares peninsulares. El tabaco y parte del pimentón siempre iba con ellos. Compraban en un sitio y vendía en otro; cada noche la pasaban en un lugar distinto. Iban de pueblo en pueblo; por las dehesas ganaderas del campo charro antes tan pobladas y donde hacía grandes matanzas vendiendo pimentón; comprando cerdos para engordar en otros lugares; llevando vino o aceite; alpargatas o azúcar; aquí compraban una mula, con cabezada y albarda, por 1.000 pesetas, y en el siguiente pueblo la vendían por 1.500, sin la cabezada que costaba otra 100 pesetas y la albarda algo más, si el nuevo comprador quería.
Cuando llegaba a una finca antes de acordar la venta; Florencio, tenía por costumbre ver los cebones que tenían dispuestos para la matanza; a la vista de los mismo, sugería a la dueña de la casa los kilos de pimentón que debería comprar. Para pesarlo, utilizaba un capacho de los utilizados para ir a la panadería a buscar el pan; forrado con tela en su interior, y previo al pesaje con las pajas y la tela algo humedecida (cómo ya habrá adivinado el lector, sin conocimiento del comprador, como es lógico); echaba el pimentón en el capacho, lo apretaba bien y luego pesaba.
En todos los sitios eran bien recibidos. Para quedar bien con los clientes/as, siempre llevaban algún regalito: unos botones para blusas, hilos de coser, botellitas de medio litro con aguardiente, etc., que entregaban a sus compradores después de pagada la compra.
En sus correrías entre los pueblos extremeños y su residencia domiciliaria y comercial, solían utilizar el puerto de Lagunilla; lo que hoy es carretera entre nuestro pueblo y La Abadía; pero, que entonces, era una vereda empinada y tortuosa por la que solo se podía caminar en fila india. Tanto Lagunilla como Valdelageve eran lugares habituales y donde solían pasar la noche en la posada del lugar. De todos los lugares visitados, Pedro, tiene alguna anécdota que contar.
Sería finales del mes de noviembre, en una noche fría, en la que caía aguanieve llegaron con su carga de pimentón y tabaco la fonda del tío Justo en Lagunilla. Iban andando y calados hasta los huesos; llevaban dos bestias con la carga: una jaca y una mula; cada animal, calcula, llevaría con unos 120 kg. Cuatro sacos de tabaco y otros tantos de pimentón para las matanzas que pronto tendrían lugar. Pasaron con su cargamento el portalón de la fonda donde encontrarían, hombres y bestias, el calor y el merecido descanso; cuando estaban comenzando a descargar se presentó una pareja de la Guardia Civil del destacamento del pueblo que tenía su cuartelillo allí próximo y algún guardia estaba de pupilo en la posada. Dado que la carga era pesada; los comerciantes, un viejo y un chiquillo, cansados y aterridos de frio; los civiles, jóvenes, voluntarios e inexpertos echaron una y dos manos en la descarga; vamos, me dice Pedro, que fueron los guardias quienes descargaron las bestias y ellos quitaron los aparejos. Lo curioso del caso es que, a pesar de estar intervenido el tabaco y el intenso olor que desprendía, los encargados de reprimir el estraperlo no se percataron de que, sin saberlo, estaban colaborando con una acción ilícita en aquello ya lejanos tiempos.
Por aquel entonces, en Lagunilla solían organizarse bailes con mucha frecuencia. Un día sí y otro también, contaban los ancianos del lugar. Había tal afición y ganas de disfrutar, que cualquier conmemoración del calendario religioso (entonces había muchos santos a los que festejar) era motivo para que los dos salones de baile se llenaran de jóvenes con ganas de divertirse. En la posada había una joven casadera, algunos años mayor que él, pero que no tenía acompañante para aquella velada (al parecer la llamaban Tori y era hija del posadero); el tío Justo ordenó a Pedro que acompañara al joven al baile. Pedro, que era un muchacho alto y bien plantado, pero que nunca había estado en un salón de baile y mucho menos en compañía de una mujer; azaroso, a requerimiento de la joven y a empujones de del posadero y su tío se decidió a acompañarla.
El baile entonces no era lo suyo, era torpe y además salvo responder “sí” o “no” a lo que la joven le preguntaba, no tenía mayor conversación. Al rato de estar allí, llegó otro joven, mayor que él, con más mundo, de más palique, buen bailarín y más chuleta que unas castañuelas; total, que en un abrir y cerrar de ojos, mi amigo perdió la compañía de la joven, que pasó el resto del baile acompañada el del joven recién llegado, que también se llamaba Pedro. Pedro González y, además de chulo, era de Béjar.
Por aquel entonces los bailes no duraban toda la noche y los jóvenes, más si eran mujeres, tenían una hora marcada para regresar a casa. Según mi amigo, sobre las 10 de la noche o poco más. Total que llega da la hora, los jóvenes regresaron sin mayor novedad a la posada, donde les esperaba la cena y el calor del hogar.
Mientas estaban en el baile, su tío Florencio había comprado a un cazador una liebre, esta no era muy grande, le había costado tres duros, y sería suficiente para acompañar al arroz. Pedro y su tío, se sentaron a la mesa y se prestaron a dar buena cuenta de aquel plato calentito y, que por el olor, debía estar apetitoso; acompañado con buen pan y mejor vino. A las primeras cucharadas ya sintieron el intenso picor que el arroz y liebre tenían; ni el pan, ni el vino y mucho menos el hambre que tenían, fueron motivo suficientes para acabar con aquél, hasta pocos minutos antes, deseado manjar. Dieron por finalizada la frugal cena y se fueron a acostar.
No sabe mi amigo si en la posada había o no camas para los viajeros; ellos siempre dormían cerca de la mercancía y de sus animales. Así pues, se fueron a la cuadra, medio llenaron con paja unos sacos que siempre llevaban, compusieron sendos colchones que tiraron en el suelo; los aparejos hicieron de almohada y con las mantas que bajo el mismo ponían sobre las caballerías se arroparon, por supuesto ni se quitaron la ropa ni las botas.
En seguida cayeron en un profundo sueño. A la media hora, Pedro se despertó, tenía una intensa sed y la boca le seguía ardiendo. Se levantó y se fue en busca de una cántara de agua que había visto en la cocina de la posada sobre un cantarero. Al llegar a la cocina vio que el tío Justo, que al parecer era un hombre fuerte y con una regular barriga, estaba dando buena cuenta del arroz con liebre que ellos habían rehusado por su intenso picor. Al tío Justo, el picor no le hacía sensación, debía encantarle, pensó Pedro; además tenía cerca una buena jarra de porcelana blanca que escanciaba con alegría. Después de saciar su sedienta garganta y aplacar los ardores de su boca, Pedro se fue al jergón, junto a su tío que roncaba más que una vieja locomotora de ferrocarril; antes de dormirse pensó en la escena que acababa de ver en la cocina y cayó en la cuenta de que el tío Justo había aderezado la libre y el arroz con abundancia de guindilla.
En la posada pagaban 3 pesetas por noche, incluía la paja para las bestias y el alojamiento de personas y animales; de la comida, que como queda dicho, la liebre la puso el tío de Pedro. Por supuesto, el tío Florencio había instruido a su sobrino en la forma de alimentar a los animales siempre que llegaban a una posada: El pesebre se llenaba de paja a rebosar y la cebada que ellos llevaban para alimentarlos se ahorraba, dejándola para mejor ocasión.
Entre esta y otras muchas anécdotas, ahora ya jubilado, nuestro amigo forjando su carácter y aprendió lo que hoy sabe de la vida, de los negocios, de las gentes y de