JUNTANDO LETRAS Y... ALGO MÁS (III). (Desde el Caño Viejo)
Ni Seguridad Social (Decreto 2065/1974), ni Salario Mínimo, ni Estatuto de los Trabajadores (Ley 8/1980), ni Convenio Colectivo, ni Subsidio por Desempleo, ni tampoco otra forma de defensa de los derechos del trabajador por cuenta ajena ante la pérdida del puesto de trabajo por cierre temporal o definitivo de la empresa, o porque ésta lo considerase oportuno. Así era la situación laboral en la década de los cincuenta. Igualmente era negativa la protección en contingencias derivadas de accidente laboral o enfermedad común, salvo que los gastos de cobertura lo fueran a cargo del peculio particular del afectado. Éste era el panorama con el que tenía que enfrentarse en aquella época cualquier ciudadano, de profesión jornalero, emigrante o no, cuyo único sustento era el procedente del fruto de su esfuerzo. Y ésta era también la situación que habría de afrontar el joven povedano al que me he venido refiriendo como un emigrante más (y como él, todos los que iniciaron la aventura migratoria), a su llegada a las tierras que le "pintaron" como de promisión. Por aquel entonces, según decían, eran las únicas donde había una mayor probabilidad de encontrar un puesto de trabajo continuado, estable y bien remunerado. Después, como casi siempre,"de dinero y de bondad, la mitad de la mitad". Como se vé, cualquier tiempo pasado no era precisamente mejor. En semejantes condiciones, sobrado es decir la serie de "aventuras" que experimentó el joven de nuestro relato. Enumerarlas una a una llenaría un libro. Al día siguiente de su arribo, emulando la identidad del título artístico de un grupo musical de nuestros días, bastante popular y conocido, como premonición, este povedano ya vivió en propia carne dicho título adelantándose al mismo: "El último de la Fila". A donde quiera que fuere así se lo recordaban. El hecho de tener pendiente el cumplimiento del servicio militar, por otra parte, ineludible a la sazón, era asimismo un escollo más, para la obtención de la ansiada estabilidad en el puesto de trabajo. Entonces no se conocía el enigma (otros le han llamado "chollo"), de rebelarte como "objetor de conciencia". Claro que, en ese tiempo, aparte de servir a la patria, te garantizaban comida, cama y hospedaje, además de un salario mínimo de cincuenta céntimos de peseta por persona y día. La subsistencia estaba garantizada. ¿Qué más podías pedir?. (Continuará).
Ni Seguridad Social (Decreto 2065/1974), ni Salario Mínimo, ni Estatuto de los Trabajadores (Ley 8/1980), ni Convenio Colectivo, ni Subsidio por Desempleo, ni tampoco otra forma de defensa de los derechos del trabajador por cuenta ajena ante la pérdida del puesto de trabajo por cierre temporal o definitivo de la empresa, o porque ésta lo considerase oportuno. Así era la situación laboral en la década de los cincuenta. Igualmente era negativa la protección en contingencias derivadas de accidente laboral o enfermedad común, salvo que los gastos de cobertura lo fueran a cargo del peculio particular del afectado. Éste era el panorama con el que tenía que enfrentarse en aquella época cualquier ciudadano, de profesión jornalero, emigrante o no, cuyo único sustento era el procedente del fruto de su esfuerzo. Y ésta era también la situación que habría de afrontar el joven povedano al que me he venido refiriendo como un emigrante más (y como él, todos los que iniciaron la aventura migratoria), a su llegada a las tierras que le "pintaron" como de promisión. Por aquel entonces, según decían, eran las únicas donde había una mayor probabilidad de encontrar un puesto de trabajo continuado, estable y bien remunerado. Después, como casi siempre,"de dinero y de bondad, la mitad de la mitad". Como se vé, cualquier tiempo pasado no era precisamente mejor. En semejantes condiciones, sobrado es decir la serie de "aventuras" que experimentó el joven de nuestro relato. Enumerarlas una a una llenaría un libro. Al día siguiente de su arribo, emulando la identidad del título artístico de un grupo musical de nuestros días, bastante popular y conocido, como premonición, este povedano ya vivió en propia carne dicho título adelantándose al mismo: "El último de la Fila". A donde quiera que fuere así se lo recordaban. El hecho de tener pendiente el cumplimiento del servicio militar, por otra parte, ineludible a la sazón, era asimismo un escollo más, para la obtención de la ansiada estabilidad en el puesto de trabajo. Entonces no se conocía el enigma (otros le han llamado "chollo"), de rebelarte como "objetor de conciencia". Claro que, en ese tiempo, aparte de servir a la patria, te garantizaban comida, cama y hospedaje, además de un salario mínimo de cincuenta céntimos de peseta por persona y día. La subsistencia estaba garantizada. ¿Qué más podías pedir?. (Continuará).