Ciertamente que la actual iglesia es mucho más luminosa y abierta que la antigua.
Sin embargo, no dejo de sentir cierta nostalgia las veces que entro en ella; pocas, porque llevo años ausente del pueblo.
Aquella era una pobre y rústica iglesita, casi tétrica, pero tenía su encanto y, por decirlo de alguna manera, mucha personalidad.
Al exterior hay pocas diferencias. Frente a la puerta de entrada existía un pequeño saliente --el Portalito-- que venía muy bien en los días de lluvia o nieve para sacudirse el agua, la nieve o el barro al entrar, o para abrigarse bien al salir.
Otro saliente a la altura de la penúltima ventana, a partir de la espadaña, estaba ocupada por la sacristía. Desde la última ventana actual, con pared pared más baja, hasta el final lo ocupaba el pequeño y primitivo cementerio, abandonado desde hacía tiempo, lleno de zarzas y con su antigua puerta tapiada.
Por el lado opuesto había un pequeño muro saliente, que de niño siempre me tuvo intrigado. Sólo años más tarde comprendí que se trataba de una rústica imitación de los contrafuertes de las iglesias góticas, con función de contrarrestar el empuje del arco transversal interior, que separaba el presbiterio del resto de la iglesia.
Otra diferencia es la desaparecida escalera para subir al campanario y el tejadillo que protegia de la lluvia a los que las estuvieran tocándolas.
Las diferencias en el interior sí son grandes. La antigua tenía una estructura muy propia de la época, propicia a la jerarquización y separación de las diferentes categorías de los asistentes.
En la zona del presbierio un elevado entarimado con muy sencilla pero bonita barandilla separaba la zona de los sacerdotes, (que ocupaba como dos tercios del espacio entre el arco y el altar mayor), de la de las autoridades y los escolares. Para las autoridades había dos bancos con reposabrazos alineados a lo largo del eje de la iglesia. Detrás de ellos, en banquetas con igual orientación, se situaban, a la derecha los niños de la escuela y a la izquierda las niñas en edad escolar.
Fuera del arco, cuya anchura era inferior a la de la igleia, se abría un espacio corrido formando como tres naves separadas por cuatro columnas de madera enormes, --así me lo parecían a mí entonces--, rústicamente labradas a azuela y destral, que sostenían el techo y un cielo raso de madera muy limpia.
Escuché de los curas forasteros ponderarlas admirativamente, no por su mérito artístico, que no tenían ninguno, sino porque siendo cada una de una sola pieza, los castaños de las que procedían debían haber sido de altura descomunal. Las columnas, si no enormes, eran bastante altas; tenían el mismo grosor tanto en su base como en su cabeza. También oí decir que procedían del Castañal. Esta zona no tenía bancos y estaba reservada para las mujeres, solteras o casadas, acompañadas de los críos que aún ni iban a la escuela. Cada familia tenía un sitio reservado, con sus candeleros para los gruesos cirios que solían llevar a las misas. En la parte final de esta zona se alzaba la "Tribuna" o coro. Debajo se encontraba, pegada a la pared norte la pila bautismal y a la pared sur la escalera para subir a la tribuna. En medio algunos bancos reservados para los ancianos y casados de mayor edad.
La tribuna, con una bonita barandilla, semejante a del presbiterio, la ocupaban los mozos y casados jóvenes y, sobre todo el sacristan y los antiguos monaguillos para entonar las partes cantadas de la misa.
Pasé muchos miedos en aquella iglesia, porque como fui monaguillo desde mis cinco a los doce años, me correspondía tocar a la "oración", cosa que no hubiera dejado por nada del mundo. Pero como al principio no había aún luz eléctrica, y cuando la hubo, sólo se permitía una bamboleante bombilla, de sesenta bujías como se decía entonces, todo eran sombras danzantes, que a mis pocos años me parecían amenazantes.
Para los toques había que subir, casi a tientas al campanario, donde siempre me sentía seguro. Hacía mis toques y para bajar más rápido me dejaba esccurrir esalera abajo, (era bastante empinada), cruzaba a toda marcha la tribuna y salía a la calle como una exhalación. Allí me volvia la tanquilidad. Mis miedos aumentaban los días de entierro, sobre todo si eran de niños. Se los llevaba a la iglesia sin tapa, y con frecuencia tenían abiertos los ojos. Eso me impresionaba mucho.
Son ya recuerdos muy lejanos pero que reviven cuando vuelvo a entrar en la actual parroquia. De aquí, quizá, mis nostalgias de la antigua.
Sin embargo, no dejo de sentir cierta nostalgia las veces que entro en ella; pocas, porque llevo años ausente del pueblo.
Aquella era una pobre y rústica iglesita, casi tétrica, pero tenía su encanto y, por decirlo de alguna manera, mucha personalidad.
Al exterior hay pocas diferencias. Frente a la puerta de entrada existía un pequeño saliente --el Portalito-- que venía muy bien en los días de lluvia o nieve para sacudirse el agua, la nieve o el barro al entrar, o para abrigarse bien al salir.
Otro saliente a la altura de la penúltima ventana, a partir de la espadaña, estaba ocupada por la sacristía. Desde la última ventana actual, con pared pared más baja, hasta el final lo ocupaba el pequeño y primitivo cementerio, abandonado desde hacía tiempo, lleno de zarzas y con su antigua puerta tapiada.
Por el lado opuesto había un pequeño muro saliente, que de niño siempre me tuvo intrigado. Sólo años más tarde comprendí que se trataba de una rústica imitación de los contrafuertes de las iglesias góticas, con función de contrarrestar el empuje del arco transversal interior, que separaba el presbiterio del resto de la iglesia.
Otra diferencia es la desaparecida escalera para subir al campanario y el tejadillo que protegia de la lluvia a los que las estuvieran tocándolas.
Las diferencias en el interior sí son grandes. La antigua tenía una estructura muy propia de la época, propicia a la jerarquización y separación de las diferentes categorías de los asistentes.
En la zona del presbierio un elevado entarimado con muy sencilla pero bonita barandilla separaba la zona de los sacerdotes, (que ocupaba como dos tercios del espacio entre el arco y el altar mayor), de la de las autoridades y los escolares. Para las autoridades había dos bancos con reposabrazos alineados a lo largo del eje de la iglesia. Detrás de ellos, en banquetas con igual orientación, se situaban, a la derecha los niños de la escuela y a la izquierda las niñas en edad escolar.
Fuera del arco, cuya anchura era inferior a la de la igleia, se abría un espacio corrido formando como tres naves separadas por cuatro columnas de madera enormes, --así me lo parecían a mí entonces--, rústicamente labradas a azuela y destral, que sostenían el techo y un cielo raso de madera muy limpia.
Escuché de los curas forasteros ponderarlas admirativamente, no por su mérito artístico, que no tenían ninguno, sino porque siendo cada una de una sola pieza, los castaños de las que procedían debían haber sido de altura descomunal. Las columnas, si no enormes, eran bastante altas; tenían el mismo grosor tanto en su base como en su cabeza. También oí decir que procedían del Castañal. Esta zona no tenía bancos y estaba reservada para las mujeres, solteras o casadas, acompañadas de los críos que aún ni iban a la escuela. Cada familia tenía un sitio reservado, con sus candeleros para los gruesos cirios que solían llevar a las misas. En la parte final de esta zona se alzaba la "Tribuna" o coro. Debajo se encontraba, pegada a la pared norte la pila bautismal y a la pared sur la escalera para subir a la tribuna. En medio algunos bancos reservados para los ancianos y casados de mayor edad.
La tribuna, con una bonita barandilla, semejante a del presbiterio, la ocupaban los mozos y casados jóvenes y, sobre todo el sacristan y los antiguos monaguillos para entonar las partes cantadas de la misa.
Pasé muchos miedos en aquella iglesia, porque como fui monaguillo desde mis cinco a los doce años, me correspondía tocar a la "oración", cosa que no hubiera dejado por nada del mundo. Pero como al principio no había aún luz eléctrica, y cuando la hubo, sólo se permitía una bamboleante bombilla, de sesenta bujías como se decía entonces, todo eran sombras danzantes, que a mis pocos años me parecían amenazantes.
Para los toques había que subir, casi a tientas al campanario, donde siempre me sentía seguro. Hacía mis toques y para bajar más rápido me dejaba esccurrir esalera abajo, (era bastante empinada), cruzaba a toda marcha la tribuna y salía a la calle como una exhalación. Allí me volvia la tanquilidad. Mis miedos aumentaban los días de entierro, sobre todo si eran de niños. Se los llevaba a la iglesia sin tapa, y con frecuencia tenían abiertos los ojos. Eso me impresionaba mucho.
Son ya recuerdos muy lejanos pero que reviven cuando vuelvo a entrar en la actual parroquia. De aquí, quizá, mis nostalgias de la antigua.