Cuenta la leyenda que toda vez que el rey Fernando de León expulsó a los moros de Ciudad Rodrigo tras una heroica batalla, quiso reforzar la ciudad con la construcción de una muralla que fuera capaz de resistir cualquier asedio invasor. Sin embargo, levantar tal cerca era una empresa demasiado costosa después de haber agotado las riquezas existentes en financiar la contienda bélica. El monarca estaba empeñado en construir la muralla, ¿pero cómo lo haría? O más bien, ¿con qué dinero? La incertidumbre le sumía en la desesperación.
Cerca de allí, siguiendo el transcurso del río Águeda, un pastor acudía con su rebaño como cada mañana hasta las tierras de Sexmiro, hoy perteneciente al término municipal de Villar de Argañán. La jornada transcurrió tranquila hasta la hora de regresar, en que el cielo se tornó revoltoso y la tormenta se adueñó del ocaso. Los animales se sobresaltaron y uno de los chivos que cuidaba el pastor se apartó de la manada. Salió en su búsqueda, pero la rapidez del cabrito y la persistente lluvia hicieron que lo perdiera de vista.
A lo lejos, el ritmo de la campana de la iglesia se introducía en la mente del pastor al mismo tiempo que aumentaba su impaciencia. ¿Dónde está?, ¿dónde está?, se repetía una y otra vez, al ritmo del tañer. Martilleo taladrante para una mente que precisaba serenidad cuando el reino de la oscuridad ennegrecía el campo de Argañán. No puede ser, ¿dónde está? Las gotas, cual huevos de avestruz, golpeaban con fuerza sobre la tierra. La luna había sido engullida por las burlas del dios Eolo. Casi a ciegas, avanzaba con paso lento y cansino. El campo resbalaba y el agua amenazaba con ahogar hasta los huesos del pastro. Llevaba más de una hora dando vueltas con infructuoso resultado. ¿Qué hago? ¡Qué hago!
La tormenta arreciaba, la campana parecía resonar con más fuerza. Pero entonces el pastor decidió serenarse. El silencio se adueñó de él. Empapado, con los brazos apoyados también sobre la tierra, nada existía ya a su alrededor. Ya no existía el tiempo ni el espacio. Eran sólo él y su destino. Los minutos caían con la celeridad de una tormenta que empezaba a amainar. Alzó la cabeza, entreabrió los ojos y todo se aclaró en su mente. A lo lejos, la figura de un chivo le devolvió la sonrisa perdida. Raudo, trepó y descendió como una cabra montesa más. Ni siquiera le importó la posibilidad de desgarrar su atuendo. Sacó las pocas fuerzas de flaqueza que aún le quedaban y alcanzó al animal. Sin embargo, un cegador destello le obligó a retroceder, y un lucero iluminó la noche. Ante sus ojos se hallaba un chivo de oro. A su lado, el cabritillo extraviado.
El pastor amarró con un brazo el tesoro, con el otro el animal, y volvió con el resto del rebaño para regresar a casa. Era rico. Inmensamente rico. Durante el camino hacia el hogar pensó en mil y un deseos que vería cumplido. Mil y un anhelos. Mil y un sueños. Pero su lenguaraz ánimo reveló el secreto y el hallazgo llegó hasta oídos del rey. El monarca vio en aquel chivo de oro la fuente de financiación para construir la muralla de Ciudad Rodrigo. Así lo hizo. Se adueñó del tesoro y cumplió su deseo. Los mil y uno del pastor se desvanecieron. También su vida tiempo después, vacío de riqueza, lleno de pena. El monarca ordenó que su cadáver fuera enterrado junto con parte de las riquezas que favorecieron al monarca, para que pudiera disfrutar de ellas en la otra vida. Desde entonces se dice que en Sexmiro, la cabra y el chivo, y en la antigua iglesia de San Juan aguarda todavía en la sepultura del pastor parte de este infausto tesoro.
Cerca de allí, siguiendo el transcurso del río Águeda, un pastor acudía con su rebaño como cada mañana hasta las tierras de Sexmiro, hoy perteneciente al término municipal de Villar de Argañán. La jornada transcurrió tranquila hasta la hora de regresar, en que el cielo se tornó revoltoso y la tormenta se adueñó del ocaso. Los animales se sobresaltaron y uno de los chivos que cuidaba el pastor se apartó de la manada. Salió en su búsqueda, pero la rapidez del cabrito y la persistente lluvia hicieron que lo perdiera de vista.
A lo lejos, el ritmo de la campana de la iglesia se introducía en la mente del pastor al mismo tiempo que aumentaba su impaciencia. ¿Dónde está?, ¿dónde está?, se repetía una y otra vez, al ritmo del tañer. Martilleo taladrante para una mente que precisaba serenidad cuando el reino de la oscuridad ennegrecía el campo de Argañán. No puede ser, ¿dónde está? Las gotas, cual huevos de avestruz, golpeaban con fuerza sobre la tierra. La luna había sido engullida por las burlas del dios Eolo. Casi a ciegas, avanzaba con paso lento y cansino. El campo resbalaba y el agua amenazaba con ahogar hasta los huesos del pastro. Llevaba más de una hora dando vueltas con infructuoso resultado. ¿Qué hago? ¡Qué hago!
La tormenta arreciaba, la campana parecía resonar con más fuerza. Pero entonces el pastor decidió serenarse. El silencio se adueñó de él. Empapado, con los brazos apoyados también sobre la tierra, nada existía ya a su alrededor. Ya no existía el tiempo ni el espacio. Eran sólo él y su destino. Los minutos caían con la celeridad de una tormenta que empezaba a amainar. Alzó la cabeza, entreabrió los ojos y todo se aclaró en su mente. A lo lejos, la figura de un chivo le devolvió la sonrisa perdida. Raudo, trepó y descendió como una cabra montesa más. Ni siquiera le importó la posibilidad de desgarrar su atuendo. Sacó las pocas fuerzas de flaqueza que aún le quedaban y alcanzó al animal. Sin embargo, un cegador destello le obligó a retroceder, y un lucero iluminó la noche. Ante sus ojos se hallaba un chivo de oro. A su lado, el cabritillo extraviado.
El pastor amarró con un brazo el tesoro, con el otro el animal, y volvió con el resto del rebaño para regresar a casa. Era rico. Inmensamente rico. Durante el camino hacia el hogar pensó en mil y un deseos que vería cumplido. Mil y un anhelos. Mil y un sueños. Pero su lenguaraz ánimo reveló el secreto y el hallazgo llegó hasta oídos del rey. El monarca vio en aquel chivo de oro la fuente de financiación para construir la muralla de Ciudad Rodrigo. Así lo hizo. Se adueñó del tesoro y cumplió su deseo. Los mil y uno del pastor se desvanecieron. También su vida tiempo después, vacío de riqueza, lleno de pena. El monarca ordenó que su cadáver fuera enterrado junto con parte de las riquezas que favorecieron al monarca, para que pudiera disfrutar de ellas en la otra vida. Desde entonces se dice que en Sexmiro, la cabra y el chivo, y en la antigua iglesia de San Juan aguarda todavía en la sepultura del pastor parte de este infausto tesoro.