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RAPARIEGOS: Este relato de los Reyes Magos está adaptado y redactado...

Este relato de los Reyes Magos está adaptado y redactado especialmente para los niños de Rapariegos.
El otro día, después de comer sentado en un sillón, me quedaba dormido y, como tenía frío, me tapé con una antigua manta, que no he tirado porque un día hace muchos años me la dio un ser muy querido, familiar mío. No sé si sería por eso, lo que sí es cierto es que al calor de la manta poco a poco mi mente, fue cayendo entre las tinieblas de un profundo y placido sueño y empecé a soñar con cosas alegres, con cosas del pueblo. Soñé que era enero y era día seis, de una noche oscura muy oscura de ese frío invierno. En el cielo había millones de estrellas y entre las estrellas, por el horizonte encima del monte apareció solo un gran lucero. Pasé un buen rato contemplando el brillo de ese gran lucero y empecé a ver unos resplandores, estos resplandores eran del color del fuego y del monte salían, como si el gran sol se hubiera equivocado y quisiera salir en la noche oscura mucho antes de tiempo, pero no era el sol, eran cientos de antorchas, que llevadas por pastores, pajes y labriegos, poco a poco venían iluminando las laderas del monte, de ese monte con piedras marrones que hay en nuestro pueblo. Entre las antorchas aparecieron tres grandes camellos, y encima de ellos había tres Reyes, dos blancos y uno más negro; tan negro era, que su cara no se distinguía de la bóveda oscura de ese oscuro cielo. Venían cantando villancicos al Rey de los cielos.
Una gran cabalgata venía con ellos, con cuarenta grandes carrozas cargadas de juguetes y arrastradas por preciosos caballos de pura raza española pardos, blancos, tordos y negros. Las crines de su cuello eran largas, rizadas, colgaban hacia un lado, casi llegaban hasta la altura del medio cuerpo, y las de la cola les faltaba muy poco para tocar el suelo. Sobre sus frentes caían bonitos mechones y entre los mechones, con la luz de las antorchas, se veían sus preciosos ojos negros. De los aperos y correajes colgaban muchos cascabeles y campanillas, que con el alegre paso de los caballos sonaban, como si aquel sonido saliera desde el mismo cielo. El último carro era grande, muy grande, con ruedas de encina y aros de acero. En los tapiales y tapialera, algunos labriegos habían colgado, muchas ramas de pino, olivo, cedro y abeto, entre los radios de las grandes ruedas, los mismos labriegos habían atado con cordón dorado muchos ramilletes con bayas muy rojas de un bonito acebo. Este carro estaba cargado hasta arriba de juguetes para todos los niños de nuestro pueblo, venía arrastrado por dos bueyes pintos blancos y negros, con una cornamenta, que cada uno de los cuernos mediría muy cerca del metro, al cuello tenían sujetos con fuertes hebillas dos anchos collares de bonito cuero; de estos collares, colgaban dos grandes cencerros, sonando tan fuerte, que el sonido se oía en cercanos pueblos. Delante del carro, ataviado con gorra, abarcas, faja, pantalón de pana, chaqueta y chaleco, un rudo labriego con la pica al hombro guiaba a los bueyes camino del pueblo.
A la cabalgata también se habían unido unos pastorcillos que caminaban por detrás de las carrozas, con rebaños blancos de muchos corderos, y al frente de todos ellos, una cabra parda con dos cabritillos pequeños, que jugando iban dando con su pequeña cabeza empujones a los blancos corderos.
Pero lo más importante era ver cómo muchas de las carrozas venían cargadas con niños pequeños, recogidos por los Reyes por más de cincuenta pueblos. Qué alegría se veía en sus caras, con qué entusiasmo cantaban villancicos: a Belén pastores a Belén chiquillos, al Rey de los cielos.
Al alba llegaron al pueblo y por las escuelas, entre hogueras, toda la gente del pueblo y también de otros pueblos les estaba esperando, pues habían oído el enorme ruido de los dos cencerros. Una vez todos juntos bajaron cantando villancicos, tocando zambombas y panderetas, dirección al convento. En el caño, en ese manantial de agua transparente, que a pesar de los siglos aun esta corriendo, saciaron la sed los tres grandes camellos, pues venían sedientos del largo camino, largo y polvoriento.
Al llegar al convento, en la misma puerta de ese gran convento, a los tres Reyes Magos las monjas clarisas les habían hecho un gran recibimiento con hojuelas, pestiños, rosquillas, pasteles, tartas y todos los dulces que ellas también hacen, pues los tres Reyes Magos con tan largo camino venían hambrientos. A los animales les dejaron sueltos para que pastaran por la Hoyada y en ese pradillo que hay frente al palomar, muy cerca de donde estuvo aquel olmo viejo, olmo centenario, fuerte, recio, que a pesar de eso, hace muchos años un ciclón tiró por los suelos, junto con la torre de este gran convento.
Terminado el refresco, los Reyes pasaron a la iglesia de este gran convento y se quedaron perplejos, pues las monjas clarisas la habían adornado con cien jarrones blancos con ramos de flores de muchos colores y en los escalones que hay ante el retablo, habían colocado veinte candelabros de metal dorado, con seis gruesos cirios y catorce velas, con los capiteles en oro bañados. El sol de la mañana había levantado y sus rayos inclinados entraban por las cristaleras de los ventanales, dibujando finos y largos rayones jugando a esconderse, entre el tibio humo ascendente de cirios y velas y entre los brillantes destellos arrancados a los capiteles y al metal dorado de los candelabros. Un olor agradable había en el templo, olía a flores, a cera e incienso, y un olor más fuerte, un poco más intenso, salía de unos cestos, unos cestos pequeños de mimbre, que las mismas monjas habían colocado en todos los altares y habían llenado hasta arriba, con pequeñas ramas de albahaca, menta, tomillo y verde romero. De pronto, silencio, los niños callaron y la iglesia quedó, en silencio, solo se oía el débil sonido de una campanilla que un hábil monaguillo saliendo de la sacristía; portaba en su mano y, tocando y tocando, situándose delante de los Reyes, andando despacio, a estos poco a poco fue acercando hacia el nacimiento, un nacimiento que las monjas ponen todos los años por dentro, tras la reja, una reja grande que antiguos herreros, hace ocho siglos, con sus propias manos, en la fragua, sobre la bigornia, y calentándola al fuego, forjaron de hierro. Allí los tres Reyes, de rodillas y agarrados a la vieja reja, adoraron al Niño, al Rey de los Cielos. Como regalo al niño dejaron oro, mirra y un poco de incienso.
Terminada la adoración de los Reyes, otra vez los niños saltaban, reían, tocaban zambombas y panderetas, cantaban villancicos y una monja organista, acompañaba a los niños tocando en el órgano, ya vienen los Reyes a Belén pastores y aquel tan famoso Tamborilero. A todo esto, en medio de tanta alegría, la iglesia se había ido llenando de muchos paquetes. Estos paquetes eran grandes, medianos, pequeños y estaban envueltos con preciosos papeles, mejor dicho, eran finos lienzos, donde grandes pintores habían pintado en ellos bonitos paisajes y todos eran paisajes del pueblo. A cada paquete le dejaron puesto el nombre de cada niño del pueblo, también el de todos los niños de todos los cercanos pueblos, que habían venido a recibir a los Reyes hasta nuestro pueblo. Solo se olvidaron de poner el nombre a un saco pequeño que dentro tenía, bastantes trozos de carbón muy negro.
Con tanto trabajo repartiendo juguetes a los Reyes se les hizo de noche y otra vez la bóveda oscura de ese oscuro cielo se llenó de estrellas, y entre las estrellas, por el horizonte, encima del monte, apareció el lucero. En ese momento pastores, pajes y labriegos, encendieron antorchas, y los tres Reyes Magos, cansados y con mucho esfuerzo, subieron a los tres camellos. Entonces, con paso tranquilo, camino del monte, desaparecieron buscando el lucero.
Poco a poco fue desapareciendo el ruido de las zambombas, panderetas, cascabeles, campanillas y, por último, después de un buen rato, también dejó de oírse el sonido de los dos cencerros. En ese momento los niños a coro gritaron: adiós Reyes Magos, hasta el próximo enero.
Por este motivo y con mucho respeto, hoy monja clarisa te pido por un solo día guardes silencio, no toques campanas, no toques a misa, no toques a rezo, no me despiertes con el fino eco de vuestras campanas, no perturbes con su alegre sonido mi profundo sueño y mañana a la misma hora, cuando esté despierto y oiga otra vez al sonido alegre de vuestras campanas, si tengo frio me echaré la manta y al calor de ella pensaré en silencio: ayer tuve un sueño, soñé con los Reyes, soñé con los niños, soñé con cosas alegres, cosas de mi pueblo.
Feliz Navidad.