PASEANDO POR EL CAMINO DE LA ERMITA.
Era una mañana de primavera, segunda quincena de mayo y los campos estaban con un colorido especial, pues en estas fechas si el tiempo acompaña, los lindazos del lado del camino se llenan de flores silvestres y los verdes sembrados en algunas ocasiones se pintan de rojo.
Había amanecido el día un poco nublado y las nubes cubrían gran parte del espacio que había por detrás de la ermita, descargando un pequeño chaparrón, con lo cual y con esa agua y con el fresco de la mañana, las flores y los sembrados resaltaban mas el color natural que tienen en esta época.
Era una mañana muy tranquila, buena temperatura, el viento no se movía y la sensación de paz y tranquilidad era inmejorable, había infinidad de coloridos pajarillos que revoloteaban y cantando entre cardos y flores sin parar, alegraban el paseo. Animado por el alegre concierto de los pajarillos, yo creo que me vine arriba y empecé a soñar para mis adentros y veía que, en la parte izquierda del camino, mirando hacia el este a unos quinientos metros, antes de subir la cuesta de la ermita, hay una pequeña loma, donde había una gran cantidad de viñas de vaso de las antiguas, que se extendían también por la ladera, con mucha copa o pámpano como aquí se decía y que allí, siempre hubo.
En el centro de las viñas había una gran alameda de chopos y álamos, donde media docena de ruiseñores comunes, habían colonizado esta alameda y saltaban entre las ramas de los chopos y álamos cantando alegremente.
En la pradera que había entre los arboles habían brotado dos enormes manantiales, que regurgitaban gran cantidad de agua, esa agua bajaba por la ladera dirección del camino de la ermita. Llegando al camino y encontrándose ese muro natural empezó a discurrir el agua dirección norte, buscando el cauce que siempre había seguido cuando antaño había grandes tormentas, se ensancho el agua por haber menos inclinación del terreno y ser mas ancha la cañada, por donde antes pasaban las ovejas y, llegando cerca del pueblo, por donde hace muchos años existían unas profundas barreras, de donde los vecinos sacaban fina tierra y los niños jugábamos en la charca que se hacia por la lluvia en el invierno, con los renacuajos que había al llegar la primavera.
Paso el agua al otro lado del camino, por un pequeño puente que habían construido, atravesando el camino y las pequeñas eras y buscando el paso que siempre existió por debajo de la calzada de Arévalo, que también habían ensanchado, esa agua tomo el oeste entrando en el valle por la parte de arriba. Una vez en el valle todo era pradera, no habían hecho naves, ni las casas nuevas y en el habían plantado muchos arboles, entre ellos sauces, los cuales, descolgaban sus verdes y largas enramadas hacia el suelo, como intentando tocar la verde pradera.
También había olmos que aquí en el pueblo siempre hubo, con sus copas altas y redondeadas, donde los jilgueros a primeros de junio tenían los nidos en las ramas mas bajas y arqueadas hacia el suelo por el peso de las hojas, el resto del árbol parecía que querían tocar el cielo.
Álamos blancos, los cuales, cuando hacia un poco de viento y con el movimiento de las hojas, al verse el anverso y el reverso indistintamente y ser de distinto color, estas hojas parecía que jugaban con el, imitando el aleteo de coloridos verderones o diminutos herrerillos.
Cerca del palomar había un gran encinar, con grandes encinas y robustos alcornoques, también nogales, castaños, avellanos, donde algunas parejas de mochuelos y abubillas se habían instalado en los huecos que habían dejado, tras caerse el anterior invierno por la nevada, las ramas secas de encinas y alcornoques. En la otoñada había también gran cantidad de animales, jabalíes, ciervos, gacelas, buscando las bellotas, el valle era un autentico vergel. Empezó a correr el agua valle abajo, atravesando por donde en tiempos ya lejanos los antiguos labradores hacían trilla, en las amplias eras. Adaptándose ala inclinación de la pradera y llegando al caño, el gran cauce de los manantiales se junto con el pequeño cauce del caño, recorriendo el agua los bodones, saltando y esquivando las junqueras, pero allí, donde hace mucho tiempo existían adoberas, donde antes los vecinos hacían los adobes, para reparar las casas viejas, habían hecho los mozos una represa, con cañas, palos, piedras del monte, piedras de la vega, y tierra, mucha tierra, y encima de esa tierra, arrancando cuadrados o alargados cepellones, de la fresca yerba, cubrieron todo el muro, haciendo una preciosa laguna que, los muchachos disfrutaban con algunas barcas preciosas de madera.
También había muchos patos, somormujas, garzas reales, blancas garcetas y paseando el barro de las orillas entre los juncos, había bastantes, preciosas y rubias lavanderas. Cuando el calor aprieta, se ven las preciosas golondrinas y vencejos bebiendo agua con el pico un poco abierto en la laguna, dejando un surco pintado en la superficie plana de espejo, de la transparente agua.
Seguía el agua su curso saltando por encima de la presa, por un aliviadero que los mozos habían reforzado, para que con el discurrir del agua no lo destruyera, llegando al final de los bodones por la ultima pradera, donde en tiempos ya lejanos, algunos labradores también hacían sus eras y tomando el caz que allí existe, se dirigió a la ancha vega, llegando al caz mas grande, que hace sesenta años algunos mozos limpiaron y ensancharon sacando la tierra, cantos blancos y maleza.
El agua discurría lentamente por la ancha vega, donde los verdes trigales, cebadales, amarilla colza, floridos patatales, dorados girasoles y en las orillas de la ancha cacera, habían salido muchas flores silvestres, campanillas amarillas, amapolas, flores de gamarzas, cláveles y junto a los claveles, rodales de olorosa y florida manzanilla, como si, con cual paleta colores, algún gran pintor pintara, el extenso paisaje.
Y por la tarde cuando el sol se acuesta, tiñendo de magníficos colores los nubarrones de la puesta, se oye el croar de ranas en los bodones, el canto de los grillos se oye en toda la pradera y a lo lejos, posado en lo alto del tronco de la olma seca de la iglesia, un mochuelo canta que canta buscando su pareja.
Cruzo el agua por Malpaso atravesando la antigua Calzada de Ávila, que hace raya con el pueblo cercano y discurriendo lentamente fue acercándose al Arroyo de Carias, donde hay un cauce pequeño de agua un poco turbia o cárdena como aquí llaman y juntándose los dos, bajaron al encuentro del Arroyo de La Mora, donde cuenta la historia que una guapa mora, se enamoro de un cristiano y el padre enfurecido, mato a la mora, la subió al caballo y la arrojo en el cauce de dicho arroyo.
Y para terminar la historia, buscando el Duero dirección norte, recorrieron juntas las aguas de los tres cauces, las preciosas riberas del Adaja.
Era una mañana de primavera, segunda quincena de mayo y los campos estaban con un colorido especial, pues en estas fechas si el tiempo acompaña, los lindazos del lado del camino se llenan de flores silvestres y los verdes sembrados en algunas ocasiones se pintan de rojo.
Había amanecido el día un poco nublado y las nubes cubrían gran parte del espacio que había por detrás de la ermita, descargando un pequeño chaparrón, con lo cual y con esa agua y con el fresco de la mañana, las flores y los sembrados resaltaban mas el color natural que tienen en esta época.
Era una mañana muy tranquila, buena temperatura, el viento no se movía y la sensación de paz y tranquilidad era inmejorable, había infinidad de coloridos pajarillos que revoloteaban y cantando entre cardos y flores sin parar, alegraban el paseo. Animado por el alegre concierto de los pajarillos, yo creo que me vine arriba y empecé a soñar para mis adentros y veía que, en la parte izquierda del camino, mirando hacia el este a unos quinientos metros, antes de subir la cuesta de la ermita, hay una pequeña loma, donde había una gran cantidad de viñas de vaso de las antiguas, que se extendían también por la ladera, con mucha copa o pámpano como aquí se decía y que allí, siempre hubo.
En el centro de las viñas había una gran alameda de chopos y álamos, donde media docena de ruiseñores comunes, habían colonizado esta alameda y saltaban entre las ramas de los chopos y álamos cantando alegremente.
En la pradera que había entre los arboles habían brotado dos enormes manantiales, que regurgitaban gran cantidad de agua, esa agua bajaba por la ladera dirección del camino de la ermita. Llegando al camino y encontrándose ese muro natural empezó a discurrir el agua dirección norte, buscando el cauce que siempre había seguido cuando antaño había grandes tormentas, se ensancho el agua por haber menos inclinación del terreno y ser mas ancha la cañada, por donde antes pasaban las ovejas y, llegando cerca del pueblo, por donde hace muchos años existían unas profundas barreras, de donde los vecinos sacaban fina tierra y los niños jugábamos en la charca que se hacia por la lluvia en el invierno, con los renacuajos que había al llegar la primavera.
Paso el agua al otro lado del camino, por un pequeño puente que habían construido, atravesando el camino y las pequeñas eras y buscando el paso que siempre existió por debajo de la calzada de Arévalo, que también habían ensanchado, esa agua tomo el oeste entrando en el valle por la parte de arriba. Una vez en el valle todo era pradera, no habían hecho naves, ni las casas nuevas y en el habían plantado muchos arboles, entre ellos sauces, los cuales, descolgaban sus verdes y largas enramadas hacia el suelo, como intentando tocar la verde pradera.
También había olmos que aquí en el pueblo siempre hubo, con sus copas altas y redondeadas, donde los jilgueros a primeros de junio tenían los nidos en las ramas mas bajas y arqueadas hacia el suelo por el peso de las hojas, el resto del árbol parecía que querían tocar el cielo.
Álamos blancos, los cuales, cuando hacia un poco de viento y con el movimiento de las hojas, al verse el anverso y el reverso indistintamente y ser de distinto color, estas hojas parecía que jugaban con el, imitando el aleteo de coloridos verderones o diminutos herrerillos.
Cerca del palomar había un gran encinar, con grandes encinas y robustos alcornoques, también nogales, castaños, avellanos, donde algunas parejas de mochuelos y abubillas se habían instalado en los huecos que habían dejado, tras caerse el anterior invierno por la nevada, las ramas secas de encinas y alcornoques. En la otoñada había también gran cantidad de animales, jabalíes, ciervos, gacelas, buscando las bellotas, el valle era un autentico vergel. Empezó a correr el agua valle abajo, atravesando por donde en tiempos ya lejanos los antiguos labradores hacían trilla, en las amplias eras. Adaptándose ala inclinación de la pradera y llegando al caño, el gran cauce de los manantiales se junto con el pequeño cauce del caño, recorriendo el agua los bodones, saltando y esquivando las junqueras, pero allí, donde hace mucho tiempo existían adoberas, donde antes los vecinos hacían los adobes, para reparar las casas viejas, habían hecho los mozos una represa, con cañas, palos, piedras del monte, piedras de la vega, y tierra, mucha tierra, y encima de esa tierra, arrancando cuadrados o alargados cepellones, de la fresca yerba, cubrieron todo el muro, haciendo una preciosa laguna que, los muchachos disfrutaban con algunas barcas preciosas de madera.
También había muchos patos, somormujas, garzas reales, blancas garcetas y paseando el barro de las orillas entre los juncos, había bastantes, preciosas y rubias lavanderas. Cuando el calor aprieta, se ven las preciosas golondrinas y vencejos bebiendo agua con el pico un poco abierto en la laguna, dejando un surco pintado en la superficie plana de espejo, de la transparente agua.
Seguía el agua su curso saltando por encima de la presa, por un aliviadero que los mozos habían reforzado, para que con el discurrir del agua no lo destruyera, llegando al final de los bodones por la ultima pradera, donde en tiempos ya lejanos, algunos labradores también hacían sus eras y tomando el caz que allí existe, se dirigió a la ancha vega, llegando al caz mas grande, que hace sesenta años algunos mozos limpiaron y ensancharon sacando la tierra, cantos blancos y maleza.
El agua discurría lentamente por la ancha vega, donde los verdes trigales, cebadales, amarilla colza, floridos patatales, dorados girasoles y en las orillas de la ancha cacera, habían salido muchas flores silvestres, campanillas amarillas, amapolas, flores de gamarzas, cláveles y junto a los claveles, rodales de olorosa y florida manzanilla, como si, con cual paleta colores, algún gran pintor pintara, el extenso paisaje.
Y por la tarde cuando el sol se acuesta, tiñendo de magníficos colores los nubarrones de la puesta, se oye el croar de ranas en los bodones, el canto de los grillos se oye en toda la pradera y a lo lejos, posado en lo alto del tronco de la olma seca de la iglesia, un mochuelo canta que canta buscando su pareja.
Cruzo el agua por Malpaso atravesando la antigua Calzada de Ávila, que hace raya con el pueblo cercano y discurriendo lentamente fue acercándose al Arroyo de Carias, donde hay un cauce pequeño de agua un poco turbia o cárdena como aquí llaman y juntándose los dos, bajaron al encuentro del Arroyo de La Mora, donde cuenta la historia que una guapa mora, se enamoro de un cristiano y el padre enfurecido, mato a la mora, la subió al caballo y la arrojo en el cauce de dicho arroyo.
Y para terminar la historia, buscando el Duero dirección norte, recorrieron juntas las aguas de los tres cauces, las preciosas riberas del Adaja.