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BLACOS: Alguien me dijo una vez que él había dicho que aún...

Alguien me dijo una vez que él había dicho que aún no le despuntaba la barba, cuando de repente se encontró frente a un pelotón de fusilamiento. Era tan joven que le perdonaron la vida. Pero no dijo que en lugar de una fosa abrieron a sus pies un abismo oscuro como una noche de invierno. Cortaron de cuajo la raiz que lo unía a la tierra y le regalaron un futuro de tinieblas, un tiempo por venir que siempre se alimentaba de un pasado que lo ahorcaba sin soga, lo ataba a su recuerdo de pesadilla y le obligaba a vagar por un presente que sólo vivía del recuerdo. No me lo dijeron, pero me imagino que se agarró a su inteligencia como a un clavo ardiendo y trató de evitar por todos los medios una vida errante en la que siempre algo le acababa pidiendo cuentas de aquel día en el que el sol se llenó de sombras y dejó de brillar tapado por la angustia de un hombre vivo que se había asomado a la orilla de la muerte. Busco cobijo al amparo de ese viejo olmo y se acunó entre sus ramas mecido por el balanceo de unas notas de su acordeón. Era un autodidacta con un fino sentido musical, una sesibilidad que aplicaba a cualquier faceta de su vida y que siempre le daba un porte distinguido y erudito. Necesitaba fabricarse su propio mundo porque en el de verdad sólo encontraba pesadillas, noches de imsomnio en las que vagaban por su alma esos fantasmas que lo transformaban en un ser taciturno y le dibujaban un perfil crispado cuando se cernía la tormenta. El mimo, y el tacto, con el que acariciaba las cuerdas de un violín, lo empleaba tambien para hacer una carraca, colocar un ladrillo, lavar una camisa o hacerse el nudo de la corbata. Y es que necesitaba vivir todo con mucha rapidez, siempre en un intento valdío de que el presente no se dejara alcanzar por el pasado. Eso, seguro, le empujaba a adelantarse a su tiempo. Eso y también su enorme inteligencia que mostraba y demostraba siempre que controlaba al demonio al otro lado de la puerta. Fue un vagabundo de la vida, en una mudanza permanente, como si otra vez estuviera condenado a no encontrar un lugar fijo en el mundo. Las extravagancias, que las había, eran también una disculpa para autoafirmarse, para buscar ese espacio que se le negaba. Pero muchas veces le daban un toque tan estrafalario como genial y esto lo entenderán perfectamente los que compartieron con él alguna vez una cafe con berberechos o cuando le oíamos decir que un remedio genial para el dolor de estómagoe era una copa de ginebra. Bueno una copa igual no, decía, pero cuando te has tomado tres o cuatro ya no te duele ni la tripa ni nada.
Su cabeza estaba siempre en ebullición, hasta cuando la tapaba con los tupés de su amigo el Cabuche, y la disfrazaba con las gafas de sol que estaban de moda. Era dificil encontrar tan poca soledad en un hombre tan solo. Tan hospitalarios que nadie quería irrse de su lado, ni los fantasmas que le fustigaban desde aquel día de sol que se hizo de noche antes de que le despuntaran los primeros pelos de la barba.