Eso del cocido nos ha pillado desprevenidos, sino para rato te llega para todo el pueblo. Pero bueno, esto del cocido popular es otra idea que tenemos que añadir a nuestro libro de actividades. Yo por lo menos me apunto como comensal que es lo único a lo que puedo aspirar. Y hablando de comida yo quería contar que Blacos siempre ha sido un pueblo rico, por eso desde tiempos inmemoriales existía el pobrero, que no me acuerdo muy bien donde estaba pero, existir... existía. Y los que iban a pedir al pueblo se llamaban lisa y llanamente pobres, nada de mendigos ni zarandajas. BUeno, en algunos casos también se les conocía como "el hombre del saco". Y en aquellos años de pobrero también había una práctica habitual que ahora se considera maltrato infantil pero que entonces formaba parte del manual básico de la educación. A los niños, y no tan niños, se les pagaba con más o menos frecuencia. Eso sí, se hacía con mucho cariño y delicadeza pero pocos nos libramos de algún "guantazo", que muchos pueden pensar que era un golpe con la mano enguantada, pero no era otra cosa que un golpe a secas, sin inquina, con amor de madre, y siempre con alevosía y casi siempre con premeditación. Pero en el escalafón de estos castigos físicos estaba el "bofetón", que se descargaba sobre el cuerpo infantil con fuerza, con arrebato y con la máxima intensidad que podía aplicarle el que lo daba. Había que hacer algo gordo para llevarse un bofetón, siempre en la cara, porque si te lo daban por detrás, a traición, se convertía en un "pescozón", que luego con el paso del tiempo fue conocido como colleja. Si en lugar de golpearte alguien, eras tú el que te caías, lo que sufrían era un "trompazo". Eso si sólo te arañabas la nariz. Si las consecuencias eran mayores, entonces lo que te había pasado subía en la escala y era un "trompazo morrocotudo". Trompa y morros, todo en uno.
Cuando el golpe bajaba en intensidad, entonces lo que te podían dar era un "tabanazo", que como el picotazo de un tábano, era discrecional, te lo podían aplicar en cualquier parte del cuerpo. Era doloroso, pero rápido, así como un relámpago que te sacudía de repente. Este se aplicaba cuando tu padre o tu madre tenía cierta prisa y no se podía entretener en bofetones o pescozones. Si el delito lo habías cometido en la cocina, el tabanazo se podía convertir en un "sartenazo". A mi nunca me dieron ninguno pero mi gata Joaquina era toda una doctora honoris causa de los sartenazos.
Después, muchos escalones más bajo, aparece mi favorito, el "soplamocos". Evidentemente se dirigía a la nariz y cumplía una doble labor, disciplinarias e higiénica. Disciplinarias porque al fin y al cabo te sacudían. Higiénica porque en un momento dado podía sustituir al peñuelo, que lo conocíamos como moquero y ahora como cleenex. El soplamocos era un golpe como de compromiso, por hacer algo. Igual sólo te lo daban por si acaso. No habías hecho nada, pero por si acaso, para ir adelantando trabajo.
Después había otros golpes de más refinamiento social, con los que se quedaba bien delante de las visitas. Aquí entran los "cachetes" y los "sopapos" que vienen a ser lo mismo pero dados con más elegancia, como por consideración, para no escandalizar al prójimo y desmotrarle lo bien educados que estábamos. Los sopapos y los cachetes podían ser pocos o una "tunda" que venía a ser como un buen rato sacudiendo la badana. Yo lo de "sacudir la badana" nunca lo entendía muy bien, entendía mucho mejor lo de poner "el culo como un tomate". Cuando éramos muy pequeños todo se reducía a unos azotes, vamo como unas carantoñas para que nos fuéramos cuurtiendo. Todas estas ténicas de educación, sumisión o suplicio te las podían aplicar con mayor o menor intensidad y con técnicas más o menos refinadas, tus abuelos, tus padres, tus hermanos, la señorita o el cura (éste tanto dentro como fuera de la iglesia, incluso en la procesión). La respuesta era siempre el silencio absoluto de la víctima. Primero porque estaba bien visto que te "sacudieran el polvo" y segundo porque la protesta conllevaba una sobredosis de bofetones. sopapos, soplamocos... etc. También hay que reconocer que hábía discriminación de géneros porque cuando se pegaban entre las chicas, lo que se daban eran "tortas" o si era algo más fuerte "tortazos" pero de ahí normalmente no pasaban. Sin embargo los chicos éramos más primarios y salvajes. Yo oí hablar de uno de los métodos más refinados de tortura. Se llamaba "contar los perritos". Era algo así como cuando te estiran de las orejas, una vez por cada año que cumples. Claro que en lugar de las orejas, te bajaban los pantalones o simplemente te abrían la bragueta y por cada perro que había en el pueblo te daban un tirón de lo que entonces todos conocíamos como la "cola". Ahora podía ser más soportable, pero en aquellos años ¿En qué casa no había como mínimo un perro o dos? Al final la víctima no sabía si alguna vez podría ejercer su virilidad, o directamente podía donar la cola para un cocido, como los que hace la Chus.
Cuando el golpe bajaba en intensidad, entonces lo que te podían dar era un "tabanazo", que como el picotazo de un tábano, era discrecional, te lo podían aplicar en cualquier parte del cuerpo. Era doloroso, pero rápido, así como un relámpago que te sacudía de repente. Este se aplicaba cuando tu padre o tu madre tenía cierta prisa y no se podía entretener en bofetones o pescozones. Si el delito lo habías cometido en la cocina, el tabanazo se podía convertir en un "sartenazo". A mi nunca me dieron ninguno pero mi gata Joaquina era toda una doctora honoris causa de los sartenazos.
Después, muchos escalones más bajo, aparece mi favorito, el "soplamocos". Evidentemente se dirigía a la nariz y cumplía una doble labor, disciplinarias e higiénica. Disciplinarias porque al fin y al cabo te sacudían. Higiénica porque en un momento dado podía sustituir al peñuelo, que lo conocíamos como moquero y ahora como cleenex. El soplamocos era un golpe como de compromiso, por hacer algo. Igual sólo te lo daban por si acaso. No habías hecho nada, pero por si acaso, para ir adelantando trabajo.
Después había otros golpes de más refinamiento social, con los que se quedaba bien delante de las visitas. Aquí entran los "cachetes" y los "sopapos" que vienen a ser lo mismo pero dados con más elegancia, como por consideración, para no escandalizar al prójimo y desmotrarle lo bien educados que estábamos. Los sopapos y los cachetes podían ser pocos o una "tunda" que venía a ser como un buen rato sacudiendo la badana. Yo lo de "sacudir la badana" nunca lo entendía muy bien, entendía mucho mejor lo de poner "el culo como un tomate". Cuando éramos muy pequeños todo se reducía a unos azotes, vamo como unas carantoñas para que nos fuéramos cuurtiendo. Todas estas ténicas de educación, sumisión o suplicio te las podían aplicar con mayor o menor intensidad y con técnicas más o menos refinadas, tus abuelos, tus padres, tus hermanos, la señorita o el cura (éste tanto dentro como fuera de la iglesia, incluso en la procesión). La respuesta era siempre el silencio absoluto de la víctima. Primero porque estaba bien visto que te "sacudieran el polvo" y segundo porque la protesta conllevaba una sobredosis de bofetones. sopapos, soplamocos... etc. También hay que reconocer que hábía discriminación de géneros porque cuando se pegaban entre las chicas, lo que se daban eran "tortas" o si era algo más fuerte "tortazos" pero de ahí normalmente no pasaban. Sin embargo los chicos éramos más primarios y salvajes. Yo oí hablar de uno de los métodos más refinados de tortura. Se llamaba "contar los perritos". Era algo así como cuando te estiran de las orejas, una vez por cada año que cumples. Claro que en lugar de las orejas, te bajaban los pantalones o simplemente te abrían la bragueta y por cada perro que había en el pueblo te daban un tirón de lo que entonces todos conocíamos como la "cola". Ahora podía ser más soportable, pero en aquellos años ¿En qué casa no había como mínimo un perro o dos? Al final la víctima no sabía si alguna vez podría ejercer su virilidad, o directamente podía donar la cola para un cocido, como los que hace la Chus.