Aquí pasa como en la plaza de Blacos. Con la llegada del buen tiempo vuelven las golondrinas a llenar los cables de la luz y disfrutar de ese amancer o esa puesta de sol únicas en el mundo mundial. Y como hacen las golondrinas, muchos miran y callan. Mientras que otros, los pocos, dejan oir sus cantos y a veces aletean alrededor de sí mismos e incluso hasta se asustan de su propio vuelo. Siempre estan ahí. Cuando te levantas por mucho que madrugues, ya están esperando y cuando te va vas a dormir, por muy tarde que sea, se intuyen sus siluetas reflejadas contra el cielo. Las golondrinas al fin y al cabo lo único que hacen es copiar los gestos de los humanos que las contemplan. Se adaptan, aprenden y repiten todo lo que ven. A veces, como nosotros, son seres desesperados que entran y salen del nido como si estuvieran esperando una mala noticia, o sólo es una vigilancia permanente para evitar que, en su ausencia, alguien les robe a sus hijos. En otros casos están en un continuo duermevela, porque piensan que el peligro les acecha aunque no saben muy bien de donde viene. A su alrededor también viven gentes inquietas, preocupadas, cuidadoras de su nido y en muchos casos apoyadas en el cable de la luz viéndolas venir, esperando que algo cambien, aunque sin saber muy bien de donde va a venir el cambio. Ocurre también otras veces que el enemigo está identificado, es ese gorrión siniestro, siempre en guardia, siempre dispuesto a a provechar el mínimo descuido, para atracar el nido y llevarse todo lo que encuentre de valor. Es uno de esos parásitos de la vida que siempre viven alrededor de los más débiles o de los más generosos, para chuparles la sangre, comerles el zurrón o simplemente amargarles el día. Es un pájaro de mal agüero, disfrazado de amigo para dar la estocada del enemigo más acérrimo. Pasa a tu lado, dibuja una sonrisa, te apuñala y rápidamente vuela hasta el cable de la luz para ver la vida pasar y poner cara de inocente. Es el gorrión transformado en golondrina.