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BLACOS: Siempre hay un momento en la vida en el que comenzamos...

Siempre hay un momento en la vida en el que comenzamos a sufrir de sobrepeso y la culpa no la tiene el aumento de grasa sino el exceso que supone tener que llevar la vida a cuestas. Entonces añoramos más que nunca el niño que todos llevamos dentro. Aunque el paso de los años lo ha sumergido en la niebla del tiempo, suspiramos por aquellos años de la simplicidad infantil, en la que todo era blanco o negro y no éramos capaces de distinguir los perfiles grises de la ansiedad, la preocupación o la responsabilidad. En aquellos primeros años sólo había dos tipos de cosas en el mundo, las que sabíamos y las que teníamos que aprender. El resto eran agujeros negros, ausencias planetarias o misterios a los que nunca esperábamos encontrar respuesta. Y en este último caso está la puerta a la que me empujaban cada noche las órdenes de los que mandaban, en mi caso mi madre, la teniente O´Neill. En la nebulosa de mi memoria la puerta del misterio era una puerta con tejadillo de tejas, aunque también podía ser de piedra, que cerraba un muro que contenía el patio o el corral de la vivienda. A la derecha estaban los cortes o el gallinero y a la izquierda la casa. Entre uno y otra un patio nevado en invierno y soleado en verano. Pero esto lo descubrí más tarde, porque en aquellos años en los que todavía me colgaba el escapulario de la primera comunión, mi aventura se acababa en el umbral de la puerta del misterio. Siempre iba de noche porque esas eran mis órdenes. Y siempre se repetía el mismo ritual. Con el corazón sobrecogido por el miedo y la emoción llamaba a la puerta. Me quedaba escuchando y durante unos segundos oía murmullos y risas. Luego salía una chica y me miraba con cara de adulta y me decía: “Ves a casa majo, que ahora mismo va tu hermano”. Daban por supuesto a qué iba aunque ni yo lo decía ni nadie me lo preguntaba. Pero todo era distinto cuando la que abría era Angelines. Me decía lo mismo, probablemente pensaba lo mismo, pero siempre me lo decía con una sonrisa cautivadora y con una cara radiante. Me iba más contento que unas castañuelas, aunque una vez más sin saber cuando iba a ir mi hermano a cenar. Luego la teniente O´Neill completaba la escena cuando me decía que Angelines era tan buena y trabajadora como las otras, pero que era la más guapa y eso tenía mucho valor para mi porque ella no acostumbraba a regalar halagos. Así sin darme cuenta se convirtió en mi primer ideal de mujer. Estaba seguro que cualquier mujer que quisiera ser buena y guapa se tenía que parecer a ella. En ningún caso fue un amor platónico de la infancia ni nada parecido. En esos años mi único amor era la bicicleta en la que ataba una cuerda para arrancar cardos. Y todavía lo tuve más claro años más tarde cuando mis amores platónicos eran Marisol, Silvia Tortosa o los escotes de Claudia Cardinale en las películas del Oeste. En realidad Angelines representaba la hermana que me hubiera gustado tener en una casa en la que sólo había una madre y tres depósitos de testosterona. Uno en plena ebullición, otro con la espoleta retardada que le habían puesto los frailes y el tercero en fase de condensación. En realidad lo que me atraía siempre hasta allí era la puerta del misterio. Yo intuía que dentro se reunía el primer club social de los jóvenes de Blacos. Eran como los precursores de los guateques de los ochenta aunque me imagino que eran ellos mismos los que tenían que poner música y letra a los encuentros. Desde fuera solo se oían las risas y los cuchicheos y yo nunca tuve la oportunidad de ir más allá. La frontera era siempre una voz precisa y en el mejor de los casos una sonrisa, la tuya. Todo lo demás se quedó al otro lado de esa puerta y el misterio se enfrió con el tiempo. Pero a veces es bueno darle un poco de calor. Bienvenida Angelines.