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BLACOS: Cuando el invierno llega a su última luna, el sol se...

Cuando el invierno llega a su última luna, el sol se convierte en pregonero de la primavera y todos abren balcones y ventanas para huir del frío y de la humedad. Hasta la puerta del misterio pierde su perfil tenebroso y su sombrero de tejas se adorna con alguna que otra amapola y margaritas que han bebido de las nieves de enero. Los goznes que abrochan la madera chirrían y el club social abre las puertas a las tardes de los domingos de mayo. Después de comer o después de la misa empieza la procesión por las carreras de los jóvenes de Blacos. La alfombra de alquitrán se tiñe de pasarela y las chicas enseñan sus vestidos de fiesta con gestos que sólo viven en la adolescencia y con ese movimiento indolente de las que están siempre a punto de llegar aunque no han terminado de salir. Van muy juntas, incluso cogidas del brazo, abriendo camino y marcando el paso. No lo ven pero saben que tiene fijadas en sus espaldas las miradas de los chicos, que únicamente ven lo que ellas quieren enseñar. El protocolo incluye la imaginación y los sueños en esa batalla de insinuaciones y límites que siempre marca la luz del sol, la modestia de cada una o la sensatez de la vida. Es un juego floral en el que los jinetes a veces consiguen el pañuelo de la dama, pero casi siempre se conforman con esa mirada furtiva, tan consentida como inocente. La tradición dice que primero son las mujeres, pero yo no creo en esa tradición, más bien me parece una ley de vida, no escrita es verdad, pero admitida. Es sólo la primera lección de la enciclopedia masculina: las mujeres van por delante, nos marcan el camino, imponen el ritmo, nos dejan ver lo que les interesa y nos confunden con sus sonrisas o con sus silencios para que pensemos continuamente en ellas. Y por si fuera poco también establecen los límites, que en este caso eran la Venta o los Boliches. Luego la vuelta era ya menos rígida, había más mezcla y más proximidad. Vamos como si se hubieran conocido por el camino.
Y estos paseos de domingo por las carreras de las y los que estaban en edad de merecer, los de mis años los veíamos casi siempre desde la arreñal del tío David. Encima se reunía el otro club social al sol de la calle Las Petras. Mientras nuestras madres zurcían los calcetines con huevos de madera nosotros nos moríamos de envidia por no estar en ese paseo al lado de las chicas. Las veíamos de lejos, no detectábamos sus señales de llamada, ni éramos capaces de intuir los síntomas de efervescencia juvenil. Sólo sabíamos que estar allí significaba dar un salto de dad y de estatus social. Significaba que si paseabas los domingos por las carreras había llegado el momento que tu madre te comprara los primeros pantalones largos, o de que te pudieras subir unos centímetros la falda, según el caso.
Sólo nos distraía de este pensamiento el paso de la cigüeña. Todos entornábamos los ojos para tratar de descubrir si llevaba un bebé en el saco que le colgaba del pico. Y es que en Blacos todos sabíamos que los niños no venían de París, porque la cigüeña siempre venía de arriba, de Soria. A mi lo que más me intrigaba es como conseguía saber exactamente la casa a la que tenía que llevar al niño y no perderse en cualquier otro pueblo. Bueno a veces si pasaba porque cuando llegaba la cigüeña a una casa toda la familia se enfadaba, seguro que porque se había equivocado al dejarlo allí. Bueno, seguro que los que paseaban por las carreras no perdían el tiempo en pensar en la cigüeña, y eso que tampoco sabían en que dirección quedaba París.