Ya quedan pocas, o ninguna, hojas con el color del verano. Día a día el paisaje se tiñe de los colores tibios del otoño, de esos contrastes rojizos y marrones, ásperos como el tiempo soriano, que no dejan margen ni para la imaginación ni para la alegría y la esperanza. El otoño le va como anillo al dedo a estos días convulsos, inciertos, rodeados del pesimismo individual cuando no de la resignación colectiva. Es cuando ya casi todos empezamos a pensar que, como dice el lema de los marines americanos " el mejor día fue ayer". Lo que nos queda por delante no es otra cosa que incertidumbre y malos presagios. Pero es entonces cuando a mi me nace el hombre práctico de la Castilla profunda. No es optimismo, es simplemente un fatal realismo. Los que nos movemos por estas tierras y en estas edades, sabemos que somos unos supervivientes natos, que nos podemos adaptar con la misma naturalidad al lujo asiático que a la escasez de nuestra infancia, cuando vivíamos en una casa con un hilo de luz, sin enchufes, sin yogures ni zumo para desayunar, sin teléfonos móviles en el bolsillo u ordenadores al lado de la mesa. Somos los que convertíamos una onza de chocolate en un manjar para la merienda o unas sopas de ajo calientes en la cena como el mejor antídoto contra el frío y el mejor remedio contra el insomnio. No pasábamos frío porque lo llevábamos incorporado al cuerpo y el único radiador era una lumbre mortecina y una botella de agua entre las sábanas. El fondo de armario era una muda y ropa nueva para los domingos y festivos y lo más lejos que viajábamos era hasta donde nos llevaba el autobús de línea, que era el único low cost que existía. Ese camino que hemos andado es ahora nuestra prima de riesgo ante el futuro, seguro que no sube ni baja, pero se mantiene mientras tengamos memoria. Los que en aquellos años nos encontrábamos siempre en otoño, no podemos temer al ocre de los campos o al cierzo que va directo a los sabañones. Es la ventaja que nos dar haber vivido siempre en otoño... que tampoco tenemos miedo al invierno.