Un gato dormitaba al calor del hogar. Era una tarde cualquiera de otro duro invierno. En la calle noche cerrada y en la cocina sólo la luz de las llamas de la lumbre eran capaces de pintar un poco de penumbra en la oscuridad más absoluta. La conversación estaba llena de silencios yse dibujaba el perfil de Marcelina con el aura de una buena mujer. Enseguida se notaba, y eso que yo era tan pequeño que todavía no era capaz de hacer comparaciones entre lo bueno y lo malo, porque nadie, ni siquiera la vida, me había enseñado todavía su otra cara. Pero ella siempre se movía por la misma cara, ni siquiera le daba la vuelta para salir al paso de algunos chascarrillos afilados como la punta de una navaja, de esas lenguas maledicentes que siempre estaban empeñadas en pisar el barro y non darse cuenta que había mucho terreno seco en el que andar, pasear e incluso sentarse a contemplar la vida. Marcelina de esto último entendía muy poco, o nada. En su vida no había otra página que escribir que la del trabajo y sobre todo la de la familia. Quizás con aquellas manos firmes y esa espalda fuerte quemó demasiado deprisa las etapas de la vida, y después llegaron los temblores de la inseguridad y de la tensión. Yo tengo la sensación de que era una mujer que siempre estaba ahí, a tu lado, contigo, para lo que fuera, para lo que fuera pero que fuera bueno. Nunca había un mal gesto, no existía una evasiva, ni una pequeña disculpa. Siempre era si, aquí estoy para lo que necesites porque sé que lo necesitas. Su vitalidad tenía un camino corto pero intenso. Empezaba en su casa, seguía un poco más allá en su trabajo, y volvía de nuevo a empezar, en casa. El resto eran algunas conversaciones al humo de la leña o al sol de las tardes de verano. Siempre con una actitud positiva, acogedora con el de fuera y protectora con los de dentro, con los de su casa. Su objetivo casi nunca apuntaba más allá del bienestar de los suyos, siempre pro encima del propio. Ni siquiera los albores de la enfermedad fueron capaces de doblegar su ímpetu. Lo asumía con la misma sencillez, con la misma conversación llena de silencios que deplegaba al lado de ese gato adormilado. Yo no creo que fuera resignación, sino aceptación de lo que llegaba y que sabía que no estaba en su manos evitar. Y no fue resignación porque luchó contra ese infierno con todas las fuerzas que lo pudo hacer. Yo juraría que no se ahorró ni un gramo de energía en estar por encima de la adversidad y plantarle cara cada mañana, cada hora o cada minuto de los que le quedaron con fuerzas para hacerlo. Y como la vida no le regaló nada en el principio, tampoco iba a ser tan generosa de hacerlo al final. Eso nunca es recompensa para los valientes y Marcelina lo era en todas las facetas que yo conocí de su vida, y que fueron unas cuantas. Ya cuando el invierno no sólo había llegado a su casa, sino que invadía su vida, no había una llama que despejara las sombras, ni un gato adormilado al borde de una conversación. Todo comenzó a convertirse en noche oscura, noche cerrada, en la que ella tenía que andar a tientas proque no se sabía el camino, ni había luz que se lo enseñara. Y así se doblega hasta el espíritu más indomable. No hay alternativa, a veces la vida te deja sin opciones y es entonces, sólo entonces cuando uno se deja ir, se mece a la deriva y ya no encuentra tabla de salvación. Pero yo a pesar de esa oscuridad que la envuelve para siempre, sigo viendola ahí. Es muy fácil, no hay que hacer ningún esfuerzo, la veo porque siempre ha estado ahí. Siempre estará ahí.