Es imposible superar las pulsiones de la nostalgia cuando entras en esta página y lees lo que lees. Pero me he dado cuenta de que la mayoría de los recuerdos son de aquellos maravillosos veranos. Es un placer descubrir como los ha vivido cada uno de vosotros. Y entonces te das cuenta de que aunque estábamos los unos al lado de los otros, nos separaban barreras que parecían infranqueables, como la edad, el diferente grupo de amigos y las diferentes formas de vivir y contar esas experiencias. Coincidimos en esas tardes de río y merienda, en esos porrones de cerveza a la sombra de la puerta de la Luisa o en esas noches que buscábamos la sombra para esconder nuestros deseos o disfrazar nuestros susurros entre la oscuridad a media luz. Ahí tenemos lo que nos une, pero luego también hay otras cosas que nos diferencian. Algunos guardamos como un tesoro ese juego del gato y el ratón al abrigo del olmo, esas truchas pescadas a golpe de mano que pasaban a ser manjar de dioses, esas tardes al amparo de la vieja escuela donde las prendas se transformaban en hormonas adolescentes y, en fin, esas tardesnohes interminables que nos acurrucábamos bajo el sonido de Santana o la melodía de los Pecos para sumergirnos en un mundo que acabábamos de descubrir y como buenos exploradores adolescentes no nos cansábamos de buscar atajos para llegar al destino. A veces el viaje era penoso y lleno de calamidades, pero otras veces, el viaje se convertía en un aletear de mariposas en el estómago, unos nervios a flor de piel y una ansiedad permanente para que no terminara nunca. Para eso manejábamos un código no escrito, era un juego de miradas, de gestos, de sonrisas o incluso de invocaciones para desplegar otra vez, al día siguiente, el mismo mapa y poder viajar ya por terreno conocido, sin prisas y sin sobresaltos, con la tranquilidad de conocer al milímetro donde había que poner cada pie para evitar las minas, que a veces había y muchas en ese camino del verano.
Pero a veces el viaje también nos llevaba al invierno. A esas tardes de diciembre en las que nos embozábamos detrás de la niebla para conservar un anonimato que nos permitía una absoluta libertad. Todavía tengo fresco en el recuerdo aquellas horas interminables en las que algunos amigos nos sentábamos en el congelador del poyo de Vicente. Entonces se desarrollaba un efecto térmico muy curioso. Teníamos el culo helado pero la cabeza caliente, casi febril. Era lo que ahora se puede llamar una tormenta de ideas, el laboratorio donde surgían las bromas del día de los Santos Inocentes, el robo de patatas para asar en la estufa, el método de hacer rabiar al Lagunas o darle la tabarra a Agapito. Era mucho más agradable la tertulia insustancial que nos llevaba hasta el rincón del Tío Merquiades, allí ya con más chicos y chicas. Con la excusa del frío rompíamos cualquier distancia para acercarnos y combatir el hielo. En este lugar no me acuerdo como teníamos las piernas y el culo, pero la cabeza la teníamos todavía más caliente. Después crecimos, aumentamos nuestros posibles, y ya muchas veces nos juntábamos al refugio del bar y compartíamos el calor de la estufa mientras pelábamos una arenque.
Pero de esos inviernos, uno de mis mejores recuerdos eran los conciertos virtuales que hacíamos muchas tardes. El escenario, el salón de la escuela vieja, los micrófonos, las señales de coto de pesca, y el repertorio lo más granado de los superventas. Los artistas prefiero no nombrarlos porque alguno se puede sentir ofendido, pero lo mejor de todo era el solista, un auténtico rey del disparate.
Pero a veces el viaje también nos llevaba al invierno. A esas tardes de diciembre en las que nos embozábamos detrás de la niebla para conservar un anonimato que nos permitía una absoluta libertad. Todavía tengo fresco en el recuerdo aquellas horas interminables en las que algunos amigos nos sentábamos en el congelador del poyo de Vicente. Entonces se desarrollaba un efecto térmico muy curioso. Teníamos el culo helado pero la cabeza caliente, casi febril. Era lo que ahora se puede llamar una tormenta de ideas, el laboratorio donde surgían las bromas del día de los Santos Inocentes, el robo de patatas para asar en la estufa, el método de hacer rabiar al Lagunas o darle la tabarra a Agapito. Era mucho más agradable la tertulia insustancial que nos llevaba hasta el rincón del Tío Merquiades, allí ya con más chicos y chicas. Con la excusa del frío rompíamos cualquier distancia para acercarnos y combatir el hielo. En este lugar no me acuerdo como teníamos las piernas y el culo, pero la cabeza la teníamos todavía más caliente. Después crecimos, aumentamos nuestros posibles, y ya muchas veces nos juntábamos al refugio del bar y compartíamos el calor de la estufa mientras pelábamos una arenque.
Pero de esos inviernos, uno de mis mejores recuerdos eran los conciertos virtuales que hacíamos muchas tardes. El escenario, el salón de la escuela vieja, los micrófonos, las señales de coto de pesca, y el repertorio lo más granado de los superventas. Los artistas prefiero no nombrarlos porque alguno se puede sentir ofendido, pero lo mejor de todo era el solista, un auténtico rey del disparate.