Aún a riesgo de abrir una vez más el baúl de la nostalgia, se puede decir que esta fotografía es un perfecto retrato de aquel Blacos en blanco y negro que vivimo en los primeros años de nuestra infancia. En aquellas tardes de primavera-verano, una silla en la puerta era una ventana al mundo. Vamos era casi la única red social que existía entonces. Y una silla vacía al lado de otra ocupada era una directa invitación a chatear cara a cara de asuntos mundanos y de preocupaciones diarias. Era también una muestra de hospitalidad, una asiento dispuesto a dar descanso al que llega e inevitablemnte a iniciar una conversación fundamental o intrascendente, dependiendo de las circunstancias.
Pero a veces esa silla vacía era un canto de desesperanza ante la soledad. Una soledad eterna en aquellos años, unas veces buscada y otra involuntaria. Sólo así se explica el que en un espacio de cinco metros haya dos personas que se dan la espalda y parecen vivir en dos mundos paralelos, condenados a no encontrarse. Aunque lo más fácil es que el tío Lagunas dormite su cuarta siesta de la mañana y no se haya enterado de que hay un asiento más confortable al lado de la tía Perfecta. Y, testigo mudo de esa película en blanco y negro, la imagen de la chimenea. Otro símbolo de aquellos años en los que quien construía la casa quería dejar su impronta de una forma inconfundible. Tampoco dice nada la parra, impertérrita, apoyada en un frágil tallo que obliga a atar sus ramas para que no se derrumbe. Pero lo importante de la parra, ya se sabe, no es el tronco, sino sus frutos. Y esos si que no eran en blanco y negro. Tenían el color de la abundancia y del sabor. Y tampoco las uvas entendían nada de soledad, se arracimaban para protegerse del frío o del sol, todas juntas y arropadas.
Pero a veces esa silla vacía era un canto de desesperanza ante la soledad. Una soledad eterna en aquellos años, unas veces buscada y otra involuntaria. Sólo así se explica el que en un espacio de cinco metros haya dos personas que se dan la espalda y parecen vivir en dos mundos paralelos, condenados a no encontrarse. Aunque lo más fácil es que el tío Lagunas dormite su cuarta siesta de la mañana y no se haya enterado de que hay un asiento más confortable al lado de la tía Perfecta. Y, testigo mudo de esa película en blanco y negro, la imagen de la chimenea. Otro símbolo de aquellos años en los que quien construía la casa quería dejar su impronta de una forma inconfundible. Tampoco dice nada la parra, impertérrita, apoyada en un frágil tallo que obliga a atar sus ramas para que no se derrumbe. Pero lo importante de la parra, ya se sabe, no es el tronco, sino sus frutos. Y esos si que no eran en blanco y negro. Tenían el color de la abundancia y del sabor. Y tampoco las uvas entendían nada de soledad, se arracimaban para protegerse del frío o del sol, todas juntas y arropadas.