De repente vuelves la cabeza, miras atrás, y descubres que el pasado está a punto de atropellarte. Cada paso que das te acerca más a aquellos primeros años, cada pensamiento que te ocupa se transforma en imágenes de otros años, cada cara que reconoces la transformas en su imagen de infancia, con aquellas coletas, aquel pantalón corto, aquella falda plisada, aquella tez morena de verano, o aquella nariz roja de frío en invierno. Te descubres abriendo la puerta de cada casa cerrada con la que tropiezas, y de repente te figuras llenándola de la gente que la ocupaba en aquellos años. El abuelo con el bastón, la abuela de negro riguroso, el padre con la boina y la camisa remangada hasta el codo y la madre con un delantal y un pañuelo cubriendo su cabello. Cada vaso de agua que bebes es un retorno a aquella fuente de un sólo caño, manantial de frescura, armonía melodiosa de la corriente, espacio de juegos, banco de sueños y una inscripción encima de la pared recordando el año en el que fue construida. Cada vez que apuras una cerveza te transporta a aquel suelo de madera y aquella barra apretada en la que la conversación se mezclaba con el olor a vino o vermut aderezado con el sabor de olivas verdes o berberechos de lata. O a ese otro de piedra, con un porrón en la esquina del mostrador siempre presto al visitante, esa mujer doliente al otro lado de la barra y algún que otro cliente sentado en las mesas en las tardes mortecinas de invierno o en las mañanas soleadas de primavera. Te pones a ver la tele y tu cabeza se llena de los sonidos de los niños de San Ildefonso que salían de aquella caja mágica de telefunken todos los 22 de diciembre. Si te acercas a los ordenadores, lo que tú ves en realidad son dos filas de pupitres llenos de mentes más o menos abiertas al aprendizaje y siempre dispuestas a la travesura y al jolgorio. En la mesa de enfrente a la maestra aplicándose en los diez mandamientos o tratando de convencernos que los ríos desembocan en el mar o dirigiendo con batuta de hierro el himno a las tablas de multiplicar. En el patio no hay leña, hay un campo de fútbol en el que unos cuantos mocosos se empeñan en emular a Gento, La Petra, Sadurní, Betancourt o Yarza. Siempre eran partidos de máxima rivalidad con un apasionante amor a los colores. Levantas la vista y te descubres celebrando el jueves lardero al otro lado de la ermita, o te ves recogiendo musgo en los confines de la dehesa para elaborar el belén de Navidad. Llegas a las eras y empiezas a revivir el murmullo de las tardes de trilla, el sonido del aire en los días de aventar o ese típico sonido de los moscones que acababan de una u otra manera en el fondo de un bote de leche condensada. Al mirar al horizonte te das cuenta de que el morro de las jabinas ha dado paso al progreso y ahora es la vía rápida que comunica con el santo. Lo normal es llegar en coche, pero antes se iba andando, a lomos de cualquier animal, en carro o en remolque. A partir de aquí llegó el progreso y con él se perdieron muchas facultades para llegar al rincón de la nostalgia. Hasta San Miguel se ha dejado pintar por el barniz de la modernidad y ahora reposa en una ermita cinco estrellas, abrigado por el manto de la fe de sus parroquianos y distraído en leer los mensajes que le ha ido dejando la vida. Unos pasos más abajo la fuente y su canalillo eran una pista de despegue de los molinillos de juncos, y un lugar de recreo en las primeras romerías de cada uno. Se veía y se oía antes de llegar, ahora puede pasar casi desapercibido. Enfrente la cueva de Marimiércoles era una cita con el miedo, con la leyenda, con el misterio de esos seres que la poblaban. Sólo se iba hasta allí a empaparse de emoción, ahora es más un lugar de excursión. Más allá estaba lo desconocido, la cueva era como el finisterre de Blacos para los más pequeños. Ahora el pico peñota es casi un afluente de valdefrancos y nos descubrimos de repente que ya no nos queda casi nada por ver, ni siquiera esa fuente que serpentea entre la roca, frigorífico de las botellas de merienda, cuna de cangrejos y caladero de otros pescados río abajo. Punto de partida de una ruta arriesgada entre los desfiladeros del Abión camino de Abioncillo, vivo en el recuerdo como una maraña de árboles, matojos y rocas, atractivo en su tránsito y en el que te empapabas de emoción a borbotones. Lo difícil después de ver tu pueblo así es emprender el camino de retorno. Difícil y, al menos para mí, doloroso. Porque como le sucedía a Don Quijote, tienes que entender que los gigantes son molinos, y que las huestes de Marmolín no son otra cosa que un rebaño de ovejas. Tienes que asimilar que la soledad cada día esconde con más fuerza la abundancia. Las casa que acabas de abrir en tu interior, están vacías y cerradas a cal y canto, los abuelos apenas se asoman al censo, los padre y madres vienen de vez en cuando de visita. La fuente de nuestros sueños es un montón de tierra amontonada, de los bares sólo quedan los círculos de polvo donde se apoyaron las botellas. La vieja telefunken es ahora un MP3 o un ipod, la escuela es un consultorio acompañado de ordenadores de otra generación donde se han metido todos los ríos, todos los mapas y todas las tablas de multiplicación. Su patio es un depósito de leña, las eras son las que mejor han aguantado y siguen siendo un parque. Y al final te consuelas con lo único que queda, que en verano acabas bronceado y en invierno sigues teniendo la nariz roja por el frío. A veces la naturaleza se resiste a apagar nuestros recuerdos, y nuestros recuerdos se niegan a borrar la historia, porque es la única forma de mantenerla.