Durante mucho tiempo hubo un lugar, al otro lado del Milanos, más o menos enfrente de la escuela, muy cerca del nido de la cigüeña. Durante mucho tiempo fue la sala de estar donde mi primo y yo celebrábamos largas sobremesas a la sombra del verano. El encuentro tenía casi siempre un ritual que comenzaba cuando nos fumábamos un cigarro, celtas en los días de escasez y ducados en las tardes de abundancia. Después nos recostábamos sobre el colchón de terciopelo verde, mullido y acogedor, y dormitábamos acunados por el tranquilo sonido de la corriente que se deslizaba por el río en una especie de burbuja celestial. Después nos desperezábamos con parsimonia y empezábamos a soñar despiertos, al abrigo del anonimato que nos proporcionaban unas tupidas paredes de helechos, ramas y zarzas entrelazadas y cómplices, para esconder nuestro secreto. El calor apretaba como sólo lo hace en Blacos en las tardes de julio o de agosto, pero nosotros disfrutábamos de nuestro paraíso cercano, siempre fresco y siempre hospitalario. A ello ayudaba y mucho un techo medio acristalado por las hojas que se descolgaban de los chopos para enhebrar un tejado semiabierto a la imaginación. El sol se quedaba parado en el mismo lugar en el que comenzaban a andar nuestros delirios adolescentes. Poco a poco nuestros cuerpos abandonaban el letargo y se iban cargando de tensión para afrontar nuestro siguiente reto. Era lo que ahora los chavales llaman "un subidón". La adrenalina nos salía por cada poro de la piel cuando salíamos del salón del Milanos y enfilábamos la cuesta hacia el camino de la Mercadera. A aumentar nuestra energía ayudaba y mucho el paisaje, un jardín de huertos que siempre parecían estar en hora punta con caravanas de lechugas, pepinos, patatas, tomates o alubias verdes trepando por sus palos para salir al sol. Y allí en medio de todo ese edén estaba nuestra cita con el riesgo, un deporte temerario como he conocido pocos, un robo que exigía más sincronización que el asalto al tren de Glasgow. Se trataba ni más ni menos que de quitarle las guindas al tío David. Los que no vivieron aquella época no se pueden ni imaginar el desafío que suponía. Por desgracia los guindos del tío David estaban enfrente de su casa, todas las ventanas tenían vistas al huerto y él tenía un ojo de halcón mucho mejor que el que se emplea en el tenis. Daba igual que fuera la hora de la siesta, que el sol cayera a plomo, o que se hubiera quedado adormilado en la cocina con el cigarro colgando y seco entre los labios. Daba igual, el tío David siempre te veía cuando le quitabas las guindas, incluso si aguantabas el sueño e ibas a las tres de la mañana él te veía. Yo ahora más de una vez pienso que en cada tronco, en cada rama y en cada hoja de los guindos tenía cámaras camufladas y nos grababa en el momento del delito, y luego él se limitaba a mirar esas grabaciones. No sé, pero tanta precisión era sospechosa, aunque claro ahí estaba el riesgo de la fechoría. Mi primo y yo nos subíamos al árbol con la seguridad de que había dos ojos que nos vigilaban, pero no era cuestión de dejarse asustar por el miedo y ahí estábamos los dos acaparando guindas o comiéndolas directamente, sin hacer acopio. Después del cigarrito, la siesta y la tensión, nos empezaba a entrar el tembleque, porque había que volver al pueblo. Daba igual el camino elegido. A la vuelta de la esquina, de cualquier esquina o de todas a la vez, siempre estaba el tío David con su gorra harinera en la cabeza, su cara de pocos amigos y su mirada de taladro. Era inútil huir porque antes o después te pillaba. Yo reconozco que jamás me puso la mano encima. No hacía falta. Todo el miedo que podía tener ya lo tenía nada más verlo. Y a veces es peor la intimidación que cualquier soplamocos, pescozón, tabanazo, o bofetada que te puedan dar. Y según mis fuentes el tío David estaba diplomado en todas estas formas de castigo. También es cierto que el susto nos duraba menos de 24 horas, porque al día siguiente volvíamos a repetir el ritual, y al siguiente, y al siguiente. Bueno todos los días no, porque había algunos que variábamos de menú y nos daba por las ciruelas, que también tenían su riesgo aunque no le llegaban ni a la suela de los zapatos a las guindas.
Y cada vez que recuerdo esto, me veo mirando aquel paraíso cercano que ahora es un rincón selvático, devorado por la ambición de aquellos helechos, ramas y zarzas que entonces fueron tan hospitalarios. El jardín del edén del camino de la Mercadera ha perdido su personalidad propia y se ha solidarizado con sus inhóspitos vecinos, cardos, broza, hierbajos... al tiempo que su fértil tierra ha sido invadida por el abandono. Ya nadie te mira cuando caminas por allí, no hay guindas, ni ojos que las vigilen, casi casi ni las esquinas son ya reconocibles. Ni siquiera nos queda el consuelo de disfrutar del humo del tabaco, porque mi primo lo dejó hace mucho tiempo y yo lo sigo intentando. Tampoco, creo yo, que ninguno de los dos le dedicamos mucho tiempo a soñar despiertos porque los dos sabemos que muchas veces es mejor vivir dormidos... para que no nos hagan daños los recuerdos.
Y cada vez que recuerdo esto, me veo mirando aquel paraíso cercano que ahora es un rincón selvático, devorado por la ambición de aquellos helechos, ramas y zarzas que entonces fueron tan hospitalarios. El jardín del edén del camino de la Mercadera ha perdido su personalidad propia y se ha solidarizado con sus inhóspitos vecinos, cardos, broza, hierbajos... al tiempo que su fértil tierra ha sido invadida por el abandono. Ya nadie te mira cuando caminas por allí, no hay guindas, ni ojos que las vigilen, casi casi ni las esquinas son ya reconocibles. Ni siquiera nos queda el consuelo de disfrutar del humo del tabaco, porque mi primo lo dejó hace mucho tiempo y yo lo sigo intentando. Tampoco, creo yo, que ninguno de los dos le dedicamos mucho tiempo a soñar despiertos porque los dos sabemos que muchas veces es mejor vivir dormidos... para que no nos hagan daños los recuerdos.