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BLACOS: La nieve caía con ganas, pero lo hacía despacio y en...

La nieve caía con ganas, pero lo hacía despacio y en silencio. Un silencio que nosotros compartíamos con cada copo, sentados en dos taburetes al lado de la lumbre. Las llamas, tan silenciosas como la nieve, alumbraban sólo nuestras caras. El resto era una penumbra cómplice, y testigo mudo de esas miradas limpias y sinceras, esas miradas que desaparecen con el primer acné, con el primer pelo de la barba o con los últimos años de escuela. Era una mirada clave, porque a partir de ella muchos de nosotros hemos ido creando nuestra personalidad. Y el compartir el mismo calor de la misma lumbre nos ha permitido muchas veces crecer al mismo ritmo. Hemos crecido en distintos lugares, a distintas horas, en distintas compañías y en diferentes soledades. Pero hemos crecido a partir de esas miradas de la infancia, miradas francas, entregadas, miradas amigas y miradas limpias de cualquier interés. Éramos capaces de ver como se iba tostando la patata debajo de las cenizas, veíamos a través de su envoltorio como se iba moldeando a nuestro gusto, como iba tomando el calor más apropiado y el color más apetecible. Éramos capaces de ver más allá de ese envoltorio, porque si algo nos enseñó la infancia en Blacos es que teníamos que aprender a vivir por encima de vendas y disfraces, que la verdad está siempre detrás del velo de misterio que la cubre, y que la vida, sobre todo al principio, se puede esconder o travestir, pero que a la hora de la verdad hay que afrontarla con los ojos bien abiertos y de frente, sin rodeos. Y esa era la mirada que moldeaba la lumbre en esas tardes de invierno, al calor de las patatas asadas y de esas conversaciones a media luz, que podían parecer superficiales, pero que eran todo lo contrario. La nieve por fuera y la sombra por dentro nos daba la sensación de que compartíamos un secreto, de que en ese momento no había más seres humanos sobre la tierra, y que los dos estábamos compartiendo un importante secreto. Esas confidencias al lado del rescoldo iban mucho más allá que cualquier juego de policías y ladrones o de los planos por las calles del pueblo. Así en las distancias cortas se forjaron grandes amistades, que en aquellos años idealizados, pensábamos que iban a ser eternas, o por lo menos para siempre.
Después descubres que ya hay inviernos en los que no vuelve a nevar, que el rescoldo está frío y que no hay manera de avivar el fuego para que nazcan de nuevo las llamas. Sin llamas tampoco hay luz y nuestras caras se difuminan y las miradas de la infancia desaparecen. Y cuando echas la vista atrás te empiezas a hacer preguntas sobre tu responsabilidad en ese fuego mal apagado. Quizás, piensas, yo dejé pasar demasiado tiempo antes de soplar las ascuas con el fuelle. Puede, piensas, que me distrajera y se consumiera la leña sin darme cuenta. También pudo pasar, sigues pensando, que las patatas acabarán con el oxígeno que mantenía vivo el fuego. Te flagelas pensando que no fuiste capaza de alimentar el fuego con más leña, e incluso que te dormiste hipnotizado por la lumbre y se apagó mientras soñabas. En fin, te consideras el único responsable de esa pérdida de miradas y en ningún momento piensas que al otro lado, en el taburete de al lado había otra persona contigo. Esto no te alivia, pero sí te lleva a pensar que seguro que el fuego se pagó por falta de atención de cualquiera de los dos o, lo que es más seguro, por desinterés de los dos. Pero es igual, no te consuela, porque el fuego ya se ha apagado.