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BLACOS: No soy muy dado a las frases célebres, pero hoy he...

No soy muy dado a las frases célebres, pero hoy he oído una que me ha llegado. Dice algo así como que el odio es el alzheimer de los sentimientos. Y se traduce en que, quien profesa el odio no tiene espacio para nada más, como el alzheimer paraliza, anula todo lo que se encuentra a su alrededor y no deja espacio para ningún otro sentimiento. Y como el alzheimer, el odio destruye sólo a quien lo tiene, obsesiona a quien lo ejerce, y termina por acabar con cualquier otro sentimiento que pudiera anidar en su corazón. Lo que quizás no dice la frase, aunque se intuye, es que aquel que odia únicamente lo sabe él y por tanto ese odio no hace daño a nadie más que al odiante. El odiado suele vivir ajeno a ese desprecio y hace su vida como cualquier otro día. Y en ese camino sin odio me he encontrado a mucha gente, mucha más de la que puede parecer a simple vista, aunque a veces es difícil saberlo, sobre todo para aquellos que creen que se debe vivir siempre en ese estado latente de diferencias, rencores y desprecios. Al otro lado están aquellas noches calurosas del agosto de nuestra adolescencia. Tumbados sobre el hormigón de la plaza, notábamos todavía ese rescoldo cálido del sol mientras nos agrupábamos en torno a nuestros recuerdos. De repente nos encontrábamos con la mente vagando por el espacio de nuestras ilusiones, y en voz baja, como si fuera una conciliábulo secreto, empezábamos a contarnos nuestra vida. Había una gran parte de misterio, una buena dosis de imaginación y algo, mucho menos, de certezas. Todos queríamos demostrar que nuestra vida estaba llena de acontecimientos, de buenas notas durante el curso, de encendidos noviazgos adolescentes, y a veces, y ahí entra la certeza, de dolorosas rupturas, de ingratos desplantes e incomprensiones, y de noches perdidas al humo de las velas. Había veranos que lo hacíamos con mucha frecuencia. Era como una reunión al final de la jornada para hacer balance de nuestra vida, pero no de nuestra vida de agosto, sino de aquella que vivíamos el resto del año. Así, te enterabas de las andanzas del príncipe del regato, de las aventuras al otro lado de las ramblas, de los secretos confesables dentro y fuera de las aulas o incluso de esas pescas furtivas en las que cabía todo en el zurrón del pescador. Parecían notas desgranadas de una canción que nunca se acababa de escribir. Pero al final, y sobre todo con el paso de los años, descubrías que esas conversaciones a media luz, esas confidencias al abrigo de la luna, comenzaban a cimentar una amistad verdadera. Una amistad que siempre iba más allá de los lazos familiares, que saltaba por encima de los obstáculos de los diferentes pensamientos y que anudaba con fuerza las cuerdas que cada uno iba tejiendo con el paso de los años. A veces se nos escapaban los deseos inconfesables, otras veces nos dejábamos llevar por enconamientos momentáneos... pero de esas tertulias nocturnas jamás surgió ningún enfrentamiento, y ni siquiera un mal pensamiento para los que no estaban o estaban por venir. Como diría Machado, todos acudíamos al encuentro ligeros de equipaje, pero con la maleta abierta para llenarla de experiencias y de amigos. De ahí surgieron muchas cosas, la mayoría de ellas indemnes al paso del tiempo, y muchas otras fortalecidas precisamente con el paso de los años. Los nudos de las cuerdas eran, y son, tan fuertes, que no hace falta apretarlos más, se mantienen con el paso del tiempo. Y muchas veces cuando nos vemos, unos más y otros menos, sabemos que entre nosotros hay algo que no se puede romper, que se mantiene firme, y que puede seguir así todo el tiempo que seamos capaces de mantenernos alejados del odio o de la intransigencia. Entonces parecía menos importante, cosas de niños, accidentes del pasado, pero cuando la vida te la espalda sabes que tienen algunos nudos a los que agarrarte. A veces hay que tirar con fuerza para sostenerte en pie, otras necesitas que la cuerda se alargue para seguir agarrado y caminar al borde del precipicio sin caerte. Y hay otras, las más importantes, en que sabes que la vida reparte las cartas al azar y que a veces te toca jugar con las malas. Aún ahí no tienes dudas. Sabes que no necesitas ir de farol porque hay otras cartas que no se reparten al azar. Son esas cartas que pertenecen a una baraja marcada, en la que poco a poco se han ido cayendo los palos y sólo se han quedado los reyes y los ases. Entonces es fácil jugar, es muy fácil, porque nadie de los que están en la mesa quiere ganar, lo único que les interesa es compartir un rato, disfrutar de la compañía y pagar a medias la factura de la amistad. Si el odio es como el alzheimer, la amistad es como la fórmula universal para gozar de buena salud. La decisión parece fácil, pero para algunos no hay alternativa, llega un momento en el que en esa baraja faltan cartas, en esa mesa faltan sillas, en el tapete no cogen más manos. Y es entonces cuando algunos descubren que la amistad no siempre se regala, que no es algo que se puede pretender por capricho, que la amistad no entiende de soberbia y que se lleva bastante mal con la mentira. El odio no hay que cuidarlo, nace sólo y se extiende como una plaga. La amistad hay que plantarla, después regarla con cariño, más tarde limpiarla de malezas y por último disfrutarla con el deleite de la cosecha recién cogida. En ese camino hay bastantes bajas, muchas deserciones y alguna que otra desaparición, actitudes que se llevan muy bien con el odio y que por tanto son enemigos de la amistad, sobre todo de esa que nació en las noches del verano al rescoldo del sol de agosto.