Luz ahora: 0,10774 €/kWh

BLACOS: El Confesionario...

hace falta valor para desnudarse ante el publico, cada pieza que nos vamos quitando nos despierta mas pudor, pero es mas duro desnudar ante los demás el alma, y eso Alejandro lo hace en estas paginas, exponiendo publicos sus sentimientos, aveces alegres, dibertidos y esta vez duros y tristes. con mis palabras te mando optimismo, con solo una vez que lo hicieras super bien. Suficiente para ser positivo el balance. Gracias como siempre por tus escritos. Estamos contigo.

El Confesionario

Podía ser un día limpio y fresco, de los que llenan la primavera de abril en Blacos. La puerta abierta de la Iglesia es traspasada por un intenso rayo de sol, que ilumina un reluciente pasillo desde el umbral hasta los pies de San Acacio, al lado de la pila bautismal. Si miramos con detenimiento ese foco de luz descubrimos enseguida a millones de partículas de polvo que suben desde el suelo o bajan desde el techo para someterse a una radiografía de todos sus poros o para disfrutar de un bronceado intensivo para aguantar el invierno. Es un enjambre continuo y constante, preciso y silencioso. A la izquierda y en la penumbra más recóndita se encuentra el confesionario, punto de encuentro de las escasas almas que visitan el templo. Al frente, a la derecha, destaca por su intensidad el lucernario de la vidriera, que hace de escudo y atenúa la luz que entra para que llegue de manera suave y mortecina hasta el atril, donde cada domingo se leen las hazañas de los apóstoles, las capturas de los pescadores o las parábolas del pan y los peces. Entre el pasillo de la entrada y la cristalera luminosa, se extienden una serie de bancos poco poblados y también en respetuoso silencio. En los de la izquierda algunas mujeres entrelazan las manos en tiempo de plegaria, con gesto circunspecto, el velo encima de los hombros y la mirada buscando desesperadamente la hornacina donde vive la Virgen y su hijo. A la derecha alguna que otra alma en pena, y en los bancos de al lado del confesionario, los de los hombres, prácticamente habitados sólo por las motas de polvo que se retiran del sol en tiempo de descanso. En el tejado se oye la rutina de aviones y golondrinas, desde la plaza llega el murmullo de juegos de niños, un poco más lejos retumba el ruido de la moto sierra, y para los expertos también se puede intuir el motor de un tráiler quejándose al subir el Temeroso. Lo demás silencio. Un silencio tan espeso que a poco que te esfuerces pueden oír la voz que cuenta la calidad y la cantidad de los pecados del que está en este lado del confesionario. Los del que está dentro siguen siendo un secreto. A poco que te esfuerces puedes calibrar las culpas del recién confesado por el tiempo que tarda en cumplir con la obligación de la penitencia. Es todo un rito, que se repite de vez en cuando, y por lo tanto de escaso interés para los que observan o viven la escena. La situación cambia, y mucho, si eres tú el que se confiesa. Al mismo tiempo que tus pasos te acercan al confesionario, intuyes unos cuántos ojos clavados en tu espalda, crees escuchar murmullos sobre tu situación penal, incluso quieres ver a alguien cronometrando el tiempo que tardas en contar tus secretos al señor cura, y también pareces apreciar golpecitos en el hombro y miradas de complicidad entre los que creen que te han puesto una penitencia de ahí no te menees, porque llevas más de un cuarto de hora de rodilla, mirando al frente y con cara de implorar algún tipo de perdón. Y ya el colmo es cuando pasas por el rayo de sol. Ves como se aparata el polvo para hacerte un pasillo y jalearte cuando pasas por el centro, o para crucificarte porque se han enterado de que has pecado contra todos los mandamientos, no sólo contra los diez estipulados. Tienes la sensación de que te acaban de dar un Oscar al mayor pecador y todos los focos siguen tus pasos cuando te diriges al escenario para dar las gracias y acordarte de tu familia y dela de todos los fieles. Intentas hacer con las manos un abanico sobre tus hombros para expulsar el polvo, pero es imposible.

Bueno, pues esto que puede ser una imagen costumbrista de cualquier primavera, de cualquier época de la vida de Blacos, es lo que a mí me viene a la cabeza siempre que escribo en esta página, lo que devalúa bastante el interés y la importancia de lo escrito. La página es ese confesionario sombrío, escasamente visitado y por tanto ligero de secretos de confesión. Y la Iglesia son los visitantes de la página. Escasos, remisos a dejarse ver, moviéndose siempre en silencio, y con la mirada fija en el lucernario para evitar cualquier complicidad o connivencia lo que se escribe. Por eso cuando alguien, como Lola, es capaz de girar la cabeza y ver más allá de las partículas de polvo, te llevas una agradable sorpresa. Por encima de la ceremonia, está la curiosidad, y por encima de la crítica está la complicidad. En la Iglesia hay pocos a la vista, aquí también, pero el templo puede estar lleno de almas de habitan todos sus rincones, que no pierden detalle, que dan lustre a sus altares, pero que nunca se dejan ver aunque bien es cierto que a veces se pueden intuir. Por eso Lola, de valentía nada. Yo me limito a acercarme al confesionario, y como dentro nunca hay nadie, me impongo mi propia penitencia. Y los que me leéis podéis decir si por el tamaño de esa penitencia se puede medir la cantidad de mis pecados.