Hubo una larga época de mi vida en la que pasaba tres cuartas partes del año en Blacos. A los meses de verano se unían siempre las vacaciones de Navidad y las de Semana Santa. Y seguro que era uno de los pocos de mi edad que odiaba las tardes de sol y calor, sobre todo las de agosto. Y el motivo era muy simple, casi todos querían ir al río a bañarse, y cuando digo casi todos incluyo a chicos y chicas de mi edad. Yo no lo soportaba, Más de una vez he hablado de mi alergia a cualquier agua que no saliera del grifo o de la ducha. Todo lo demás me parecía una experiencia tormentosa y desagradable. Pero no había otra alternativa, o iba al río o quedaba expulsado de todas las redes sociales que se tejían en aquellos años. Y de una u otra forma siempre se repetía el ritual. Por el camino, a pleno sol y sin más protección que la piel, todo transcurría tranquilo. Pero cuando llegábamos a la orilla empezaba el tormento. Algunos amigos con mucha ironía y algo de mala leche, me decían eso de: ¿Alejandro te vas a bañar? Antes de hacer la pregunta ya sabían la respuesta y yo les miraba con cierta inquina por dos cosas sobre todo. Una porque notaba un deje de burla en su comentario, y la segunda, y más grave, porque me acababan poniendo en desventaja hacia las chicas, que valoraban mucho más las gestas natatorias que la placidez de la que yo disfrutaba tumbado a la sombra del viejo chopo que había, y que era la única sombra que encontrabas en 25 metros a la redonda. Yo me sentía fatal, y me veía a mi mismo en la cola del pelotón de los ligones, que se valían de su habilidad en el agua para fijar la atención de esos ojos que todos suspirábamos porque se posaran en nosotros y no en el de al lado. Entonces no lo hubiera reconocido nunca, pero ahora no me cuesta nada hacerlo. Había auténticas sirenas y tarzanes y yo no les iba a dar la oportunidad de que todos vieran mi torpeza y mi poca pericia en la natación, el buceo o la pesca furtiva. Mis primos, José Mari y Enrique eran mis ídolos de la piscina. Cuando vi las siete medallas de Mark Spitz en las olimpíadas de Munich yo no les di excesiva importancia porque mis primos hacían eso y mucho más y sin tanto bombo ni platillo, ni bañadores de estrellas. Esos ojos del deseo sólo les miraban a ellos. Yo a esas alturas era un bulto confundido con la sombra y ninguna reparaba en mi famélica figura. Pronto me convencí de que yo ahí no tenía nada que rascar, que con tantos delfines era imposible competir. Y lo mismo pasaba con ellas. La mayoría tenía una afición al río que yo no lograba entender. Con lo bonita que era una conversación a la sombra, mirándonos profundamente a los ojos del amor, intercambiando sonrisas de complicidad y haciendo proyectos para compartir el abrigo de la luna, no podía concebir que prefirieran estar en el agua, sufrir alguna que otra aguadilla y luego salir tiritando de frío. ¡cómo podían cambiar ese sufrimiento por una conversación amena con un tipo con muchas inquietudes poéticas y filosóficas! Eran incapaces de cambiar su culto al cuerpo por el cultivo del alma que yo les proponía, bueno en realidad en aquellos años no me atrevía a proponer nada, únicamente lo pensaba y esperaba que por telepatía lo comprendieran. No había forma. Prácticamente sólo tenía una aliada, mi prima Mari Carmen, la única que parecía haber heredado los genes de los Gonzalo en lo que a la fobia al agua se refiere. Y claro, yo con mi prima, tuve y tengo muchas conversaciones interesantes, amenas y enriquecedoras. Pero la verdad, ni nos mirábamos a los ojos, ni babeamos con la sonrisa adolescente, ni teníamos las mismas inquietudes ni los mismos gustos (la prueba es que ahí está el baraka). Era una frustración diaria que me costó muchas horas de sueño y alguna que otra crisis de identidad. Además el experimento se agravaba cada verano. Hasta tal punto que me dije: "bueno voy a cambiar de estrategia y únicamente me voy a fijar en las que no les gusta el río". Era matemático, aparecía una nueva, y el primer día no se bañaba. Yo me frotaba las manos y me decía: "esta vez sí chaval, esta vez tienes alguna posibilidad". Al día siguiente aparecía en las eras en bañador y con la crema bronceadora en las manos. Era llegar al río y convertirse en una anguila. Ya sabéis que se dice que lo peor de las enfermedades son las recaídas. Pues eso es lo que me pasó a mí. Cada recaída era un mazazo casi insuperable, me empujaba al abismo y estuve muchas veces a punto de arrojar la toalla (incluso la de baño ¿). Había días que la desesperación me empujaba a quedarme en el pueblo. Después de ver siete partidas de guiñote a la sombra, hablar con El Pita, este sí que es de los míos, beberme ocho cervezas en el bar y no saber qué hacer, acababa de nuevo en el río, pero más tarde. Y otra vez empezaba el cachondeo ya redoblado, porque como no había ido con ellos estaba seguro que se habían dedicado a reírse de mis complejos acuáticos. Yo ya veía una auténtica confabulación. Hasta mi prima Mari Carmen me miraba con ojos de comprensión y de amparo, como diciendo " pero hombre de Dios, no tienes solución". Ese día todavía me sentía más desplazado porque todos habían hecho piña en mi ausencia y en mi imaginación ya veía complots por todas partes. Y ese día todavía nadaban mejor y más rato, para darme en los morros, o eso pensaba yo, que seguro que a ellos y a ellas les traía al pairo lo que yo hiciera. Nadie se imaginaba que yo pudiera estar en el agua a su lado. Eso era más que un auto de fe. Era un perdedor. Tenía pesadillas por la noche, me despertaba en un mar de aguas bravas con el agua al cuello, y en la playa estaban todos aquellos cabroncetes riéndose de mí. Me tiraban flotadores, trozos de madera para que flotara e incluso cuerdas para que me agarrara y ayudarme a salir. Y todo esto sin dejar de reír, sobre todo ellas, que era lo que más me dolía. Esto me fustigaba como un látigo de cien lenguas que me dejaba la piel en carne viva. Y entonces en una noche de esas que me desperté agotado por las olas del mar de mis sueños, encontré la solución. Dije, me tengo que buscar aliados. Y empezó mi etapa de apostolado. Conseguí convencer a unos cuantos que odiaban el agua lo mismo que yo y ya empecé a compartir el dolor. Y fue una excelente idea, porque gracias a este gesto, hice amigos que los conservaré durante toda la vida, y durante todas las vidas que podamos vivir. Evidentemente no voy a decir sus nombres porque sería tanto como recordar sus debilidades, algo que sólo deben hacerlo ellos si quieren. Pero desde ese momento ya no me importaba que hiciese sol todas las tardes de agosto. A mi lado había otros como yo, que disfrazados del humor éramos capaces de llevarnos un cubo, jabón y una esponja para lavarnos los pies a la sombra de ese olmo del río. Así rompimos muchas barreras. Es más, cuando queríamos hacernos un lavado más amplio buscábamos un lugar solitario y no necesitábamos quitarnos el bañador para extender el champú porque ni siquiera nos poníamos bañador. Era un espectáculo vernos, porque además de no frecuentar la playa del avión tampoco tomábamos el sol nunca. Nuestras rayas donde acababa la manga de la camisa y empezaba la piel eran mucho más negras que las de cualquier ciclista al acabar el Tour de Francia. Bien, solucionado el primer problema, había que enfrentar el segundo. Al mismo ritmo que el sol se perdía delante de San Miguel, se iba llenando el palo de la Luisa. Pero lo llenaban sobre todo los nadadores del río. Mis nuevos amigos de secano en general no lo frecuentaban y ahí me encontraba de nuevo en total inferioridad. ¿Y de qué se hablaba en general? Pues sí, de las aventuras de esa tarde en el río, joder que manía. Se recreaban de nuevo en cómo se tiraban de cabeza al pozo, cuánto tiempo habían aguantado debajo del agua, bla, bla, bla,. Y de repente me asustaba mi propia respiración, era incapaz de abrir la boca, no podía decir nada porque estaba seguro de que no les iba a interesar nada de lo que dijera. De nuevo insomnio, pesadillas, ansiedades y ¡pumba!.... la solución. Me compré la colonia con el olor más fuerte que encontré. Mano de santo oye, se hizo la selección natural. Si alguna aguantaba a mi lado, estaba claro que tenía otras inquietudes más importantes que las del río avión. Me duró dos o tres días, al cuarto ya se habían acostumbrado a mi olor y después de reírse de mis gustos aromáticos volví a caer en el ostracismo. Ahora he de reconocer, de verdad, que fueron misericordiosos conmigo. Nunca me desplazaron, me llamaban para ir a todas partes, incluso al río, y era fijo en cualquier cosa que se organizase. Me miraban, eso sí, de una manera particular, y en aquellos años tenía fama de ser un tío huraño y bastante raro. Lo que no sabían, igual ahora tampoco, es que toda la culpa de mis estados de ánimo la tenían aquellas excursiones vespertinas a la playa del Avión.