Las gotas caen desde las tejas haciendo tirabuzones. Caen con insistencia y terquedad y después de muchos inviernos y muchas lluvias de primavera y algunas tormentas de verano, han cavado su propio pozo en el suelo. Si la superficie es de cemento, el agujero es tan pequeño como la huella de un dedo. Si quien soporta el agua es la tierra, en lugar de un pozo, las gotas de lluvia han cavado su propia tumba por la que se introducen en el suelo y lo llenan de humedad para muchos días, o algunos meses. Con este panorama, a todos sorprende que amanece un día limpio, con un cielo añil que sólo se puede contemplar en Blacos, y en algunos lugares de África. Es imposible encontrar una nube, y las estelas de los aviones dibujan trayectorias imposibles, que a veces te hacen jugar a descubrir la ciudad, o el país al que se dirigen. A primera hora de la mañana esa estela de humo es el primer rastro de civilización, la única compañía a una soledad que se escucha por todas las esquinas del pueblo, y grita hasta taparte los oídos. El otro sonido suele ser el quejido de las tejas y de la madera de ventanas y balcones cuando empiezan a ser bañadas por el sol, que protestan ante el cambio brusco de temperatura. A lo lejos se observa el monte y las fincas vestidos del blanco del rocío mañanero o de una impenitente helada nocturna que ha hecho que hasta perros y gatos busquen cobijo a la inclemencia. Ha amanecido un día limpio, con un amanecer eterno al que todavía no se le han borrado los colores de la alborada, ese color cálido con el que esconde su vergüenza la noche, pero también ese color acogedor que rodea a una luna diminuta que ha pasado la noche en vela para ver como amanece en su pueblo del alma. Esa pausa, ese paraíso de sensaciones, se rompe muy ocasionalmente con el ruido de algún coche o camión que pasa por la carretera. Nada más asomarte a la puerta te sientes el virrey del edén. Es suficiente con cruzar el umbral y pisar la plaza para que desaparezcan los rastros del insomnio y de la pesadez después de una noche ni más ni menos larga que cualquier otra noche de las que disfrutas en el pueblo. Te dejas llevar, y en un alarde de osadía te plantas en medio de la plaza y desafías al frío que sonroja tu cara y tus manos. Aguzas el oído para alimentar nuevas emociones, y te chocas de frente con un silencio hospitalario y abrumador. Parece que estás solo en el mundo, te sientes la única persona viva que en ese momento puede vivir todo lo que estás viviendo. Son días en los que Blacos se llena de gente, pero si sabes buscar el momento y eres capaz de encontrar el lugar, habrá muchos minutos que te sientas en esa isla privilegiada. No es momento de planes, ni de proyectos, ni de discusiones, ni de sueños. Es el momento de la quietud, del alimento del alma que engulles con ansiedad, de pensar que es algo que se vive pocas veces y que hay que aprovecharlo, porque es tan efímero como el ritmo de las agujas del reloj. Tienes el tiempo justo para disfrutar, antes de que comience el torbellino de los niños que se frotan los ojos para quitarse el sueño, de las madres que salen a buscar a los niños para atarlos a la mesa del desayuno, de que Javi pase con su perro y con esa cara en la que parece que alguien le ha tatuado un chiste a sangre y fuego. Y antes de que tus amigos, tus vecinos, e incluso el baraka salgan a disfrutar del día cuando ya nace la tarde. Ese tiempo, entre una cosa y otra, vale su peso en oro. Es como la cara oculta de uno de los ochomiles del Everest. Te exige espíritu de aventura, el riesgo de madrugar, el esfuerzo de buscar la vía más adecuada para llegar al campo base, y por último elegir el mejor día para hacer cima. Y, yo al menos, en Blacos hago cima cuando soy capaz de encontrar ese momento en el que el día te recibe con los brazos abiertos, te arrulla en su regazo y te hace sentir que eres un privilegiado y que vas a disfrutar de un espectáculo al alcance de muy pocos. Y además te da una lección que nunca se olvida. No es lo mismo ver amanecer después de madrugar, que ver amanecer después de trasnochar, y lo dice alguien que lo ha visto mucho más de la segunda manera que de la primera.