EL PALO DE LA LUISA
Hay lugares que parece que han nacido para vivir eternamente en el recuerdo. Y algunos como este tienen la valentía de mantenerse intactos para mezclar la historia con la memoria. No necesitan hacer alardes, ni vestirse de lujos, ni rodearse de nostalgias. Es algo tan simple como un palo apoyado sobre unos troncos, una piedra o una pila de ladrillos con el respaldo de la pared. No hace falta más... ni menos. Luego la leyenda que lo mantiene en el recuerdo la escriben los que se sientan sobre él. Además es un lugar para el recuerdo íntimo, interior, sin salida más allá de la esquina de la calle. Si le hablas del palo de la Luisa a alguien que no haya estado en Blacos, es muy posible que se quede sin saber qué quieres decirle. Además es un recuerdo cercano, de unos cuantos años hacia aquí. Si su leyenda fuera más amplia, se hablaría del palo de la Leonor, o incluso del palo del Juan o del palo del Petón. No, nada de eso, es el palo de la Luisa. Es un palo con firma de autor, algo que se debe valorar mucho en un pueblo que no regala honores ni privilegios así como así. Pero las vidas que ha vivido y que ha soportado ese palo traspasan cualquier tiempo, porque ha sido testigo de casi todos los años de muchos de los que ahora lo miramos con el pulso acelerado cuando doblamos la esquina, camino de las eras.
Además era un lugar selectivo para el recuerdo. Y es que no es lo mismo hablar del palo de la Luisa en las tardes soleadas de invierno, en las mañanas frescas de primavera, en la umbría de los soles de agosto o en las tardes noches de verano. Y no son los mismos porque sus pupilos eran muy distintos. Al sol del invierno abría las puertas de casino vecinal y se debatía entre los que cantaban las cuarenta y los que iban de últimas. A veces también fue el lugar elegido para los mítines de Eusebio o del Pita, que estaban casi siempre de campaña electoral. Luego cuando avanzaba el año se convertía en un sol y sombra de tertulias intrascendentes, de novelas épicas de los vendedores de humos urbanos o de los que despedían la tarde haciendo recuento de un día que era muy parecido al siguiente y que se diferenciaba muy poco del anterior. Pero a algunos de nosotros nos dejó una huella imborrable de ese comer de pipas frenético, de los porrones de cerveza de mano en mano, de tertulia de la crónica rosa municipal, y de espacio reservado a unas noches en las que disfrutábamos con estar allí sentados, unos al lado de las otras. Era la exposición de destrezas, logros, sueños, decepciones, amores, desamores, de nuevo amores, trazado de aventuras, narración de gestas, de epopeyas, de hazañas, de aventuras. A veces, por suerte muchos menos, el palo también gritaba como un naufrago cuando lo mecían las olas gigantes de un mar de lágrimas. Las olas podían ser de amor, de pena, de tristeza o de desamor. Aunque las olas más grandes casi siempre se alimentaban de lágrimas de despedida.
Pero a veces ni eso. Nos sentábamos y éramos capaces de mantener durante muchos minutos un silencio que nos alimentaba nuestro interior, que también lo necesitábamos. Parecíamos vasos comunicantes y sin palabras y sin gestos, entre otras cosas porque no había luz para verlos, nos entendíamos como dicen que se entienden las almas gemelas. Pero casi siempre era el reinado de los graciosos, que los había, y mantenían el palo de la Luisa en vela para no romperse por el peso de tanta carcajada.
Se construyó así, un palo, una pared y algo para sujetarlo.
Por eso produce cierta tristeza cuando ha habido otros lugares que probablemente también nacieron para el recuerdo, pero que se quedaron en el intento. Tenían más atractivos, más recurso e incluso muchos más posibilidades, pero acabaron por no llegar al lugar para el que estaban destinados. Y da pena, porque como sucedía con el palo, sus habitantes fuimos siempre poco exigentes. Nos conformábamos con una libertad absoluta, vacía de injerencias, un respeto a nuestro propio espacio y un encefalograma plano en cuanto a concienciación social o a posturas reivindicativas. En el palo de la Luisa encontrábamos nuestro trono particular porque ni dábamos ni pedíamos cuentas a nadie. Funcionábamos con una especie de comunismo social. El palo era de todos pero no era propiedad de nadie. Cuando se empieza por poner límites, por marcar estrategias o por direccionar comportamientos la cosa deja de funcionar. Y deja de funcionar porque entonces la conciencia colectiva se convierte en individual, y cada uno exige su propio respeto. Ha sido una pena, porque los comienzos esperanzadores se rompieron contra el dique de la imposición. Y por ahí es imposible pasar. Éramos jóvenes, pero no significaba que fuéramos tontos.
A su manera, el palo de la luisa siempre nos recibía con una sonrisa, su hospitalidad era siempre permanente, hasta parecía dibujar una sonrisa cuando llegaban clientes nuevos y lejanos. Aceptaba con la misma educación a unos y a otros. No pedía carnet de socio, ni repartía credenciales para sus visitantes. No se entrometía en nuestras conversaciones y no se le ocurrió nunca marcar pautas ni horarios. Puedes ser que hiciera todo esto porque era sólo un palo, pero puede que también lo hiciera porque sabía que si quería tener un lugar en la historia de nuestros recuerdos hay que saber comportarse... aunque sea como un palo.
Hay lugares que parece que han nacido para vivir eternamente en el recuerdo. Y algunos como este tienen la valentía de mantenerse intactos para mezclar la historia con la memoria. No necesitan hacer alardes, ni vestirse de lujos, ni rodearse de nostalgias. Es algo tan simple como un palo apoyado sobre unos troncos, una piedra o una pila de ladrillos con el respaldo de la pared. No hace falta más... ni menos. Luego la leyenda que lo mantiene en el recuerdo la escriben los que se sientan sobre él. Además es un lugar para el recuerdo íntimo, interior, sin salida más allá de la esquina de la calle. Si le hablas del palo de la Luisa a alguien que no haya estado en Blacos, es muy posible que se quede sin saber qué quieres decirle. Además es un recuerdo cercano, de unos cuantos años hacia aquí. Si su leyenda fuera más amplia, se hablaría del palo de la Leonor, o incluso del palo del Juan o del palo del Petón. No, nada de eso, es el palo de la Luisa. Es un palo con firma de autor, algo que se debe valorar mucho en un pueblo que no regala honores ni privilegios así como así. Pero las vidas que ha vivido y que ha soportado ese palo traspasan cualquier tiempo, porque ha sido testigo de casi todos los años de muchos de los que ahora lo miramos con el pulso acelerado cuando doblamos la esquina, camino de las eras.
Además era un lugar selectivo para el recuerdo. Y es que no es lo mismo hablar del palo de la Luisa en las tardes soleadas de invierno, en las mañanas frescas de primavera, en la umbría de los soles de agosto o en las tardes noches de verano. Y no son los mismos porque sus pupilos eran muy distintos. Al sol del invierno abría las puertas de casino vecinal y se debatía entre los que cantaban las cuarenta y los que iban de últimas. A veces también fue el lugar elegido para los mítines de Eusebio o del Pita, que estaban casi siempre de campaña electoral. Luego cuando avanzaba el año se convertía en un sol y sombra de tertulias intrascendentes, de novelas épicas de los vendedores de humos urbanos o de los que despedían la tarde haciendo recuento de un día que era muy parecido al siguiente y que se diferenciaba muy poco del anterior. Pero a algunos de nosotros nos dejó una huella imborrable de ese comer de pipas frenético, de los porrones de cerveza de mano en mano, de tertulia de la crónica rosa municipal, y de espacio reservado a unas noches en las que disfrutábamos con estar allí sentados, unos al lado de las otras. Era la exposición de destrezas, logros, sueños, decepciones, amores, desamores, de nuevo amores, trazado de aventuras, narración de gestas, de epopeyas, de hazañas, de aventuras. A veces, por suerte muchos menos, el palo también gritaba como un naufrago cuando lo mecían las olas gigantes de un mar de lágrimas. Las olas podían ser de amor, de pena, de tristeza o de desamor. Aunque las olas más grandes casi siempre se alimentaban de lágrimas de despedida.
Pero a veces ni eso. Nos sentábamos y éramos capaces de mantener durante muchos minutos un silencio que nos alimentaba nuestro interior, que también lo necesitábamos. Parecíamos vasos comunicantes y sin palabras y sin gestos, entre otras cosas porque no había luz para verlos, nos entendíamos como dicen que se entienden las almas gemelas. Pero casi siempre era el reinado de los graciosos, que los había, y mantenían el palo de la Luisa en vela para no romperse por el peso de tanta carcajada.
Se construyó así, un palo, una pared y algo para sujetarlo.
Por eso produce cierta tristeza cuando ha habido otros lugares que probablemente también nacieron para el recuerdo, pero que se quedaron en el intento. Tenían más atractivos, más recurso e incluso muchos más posibilidades, pero acabaron por no llegar al lugar para el que estaban destinados. Y da pena, porque como sucedía con el palo, sus habitantes fuimos siempre poco exigentes. Nos conformábamos con una libertad absoluta, vacía de injerencias, un respeto a nuestro propio espacio y un encefalograma plano en cuanto a concienciación social o a posturas reivindicativas. En el palo de la Luisa encontrábamos nuestro trono particular porque ni dábamos ni pedíamos cuentas a nadie. Funcionábamos con una especie de comunismo social. El palo era de todos pero no era propiedad de nadie. Cuando se empieza por poner límites, por marcar estrategias o por direccionar comportamientos la cosa deja de funcionar. Y deja de funcionar porque entonces la conciencia colectiva se convierte en individual, y cada uno exige su propio respeto. Ha sido una pena, porque los comienzos esperanzadores se rompieron contra el dique de la imposición. Y por ahí es imposible pasar. Éramos jóvenes, pero no significaba que fuéramos tontos.
A su manera, el palo de la luisa siempre nos recibía con una sonrisa, su hospitalidad era siempre permanente, hasta parecía dibujar una sonrisa cuando llegaban clientes nuevos y lejanos. Aceptaba con la misma educación a unos y a otros. No pedía carnet de socio, ni repartía credenciales para sus visitantes. No se entrometía en nuestras conversaciones y no se le ocurrió nunca marcar pautas ni horarios. Puedes ser que hiciera todo esto porque era sólo un palo, pero puede que también lo hiciera porque sabía que si quería tener un lugar en la historia de nuestros recuerdos hay que saber comportarse... aunque sea como un palo.