Entre garbanzos
La vista hipnotizada sobre el plato. Garbanzos con bacalao hasta el borde. A derecha e izquierda los cubiertos, y enfrente, cerrando el triángulo, el vaso de vino aderezado con un poco de gaseosa para hacer más suave el trago. También se admite agua, u otros refrescos. En la variedad está el gusto. Esto es lo que nos ofrece la mesa. Pero en las sillas hay algo más. Separados por la tenue frontera de una camisa, el día es casi de verano, se rozan diferentes mundos que el resto del año pueden transcurrir paralelos, pero hoy dibujan otras figuras geométricas más amistosas. Son vidas que se cruzan, se mezclan, se unen, se apoyan, se complementan. Son los trazos de una unión que parece más sincera que ficticia, que aprovechan el día para mostrar que están encantados de verse por primera vez o de encontrarse una vez más. Como la unión se impone a las diferencias, enseguida surge el diálogo ameno y desenfadado. No se podrían hacer grandes tratados filosóficos como resumen de la conversación, pero es que la naturalidad no entiende de imposturas. Las ramas de la vida se desentienden de sus raíces, y viajan sin vacilaciones de un lado a otro de la mesa, de una esquina a otra de la plaza. Responden a la necesidad de encontrarse y disfrutar, y se mueven con la avidez de los que han encontrado una vez más su sitio. Es una obra teatral de la vida, donde no hay necesidad ni ambición de suplantar o superar a nadie, y donde no suele ser muy complicado distinguir las luces de las sombras, aunque a veces es mejor que el día sea nublado para no tener que hacer ese ejercicio pericial. También puede pasar que mires a tu alrededor y descubras caras nuevas, edades incipientes, o profundos cambios fisonómicos. Pero casi todos coinciden en esa mirada de complicidad con la que se muestra que se pisa terreno conocido, con ese gesto relajado de saber que estamos todos al mismo lado de la ventana, que los cristales están limpios, y que dejan ver un paisaje diáfano. Ese día, como casi todos los días, en la plaza o en las eras, no hay esquinas, no existen los rincones de la umbría donde crece el musgo y se amontonan las hierbas improductivas. Ese día, como casi todos los días, la plaza o las eras son un espacio abierto y sin cuestas sobre su piel.
A veces, y sólo a veces, hay miradas ensimismadas y concentradas en el plato. Puede ser una forma de contar los garbanzos, o también una forma de no ver que los cubiertos y el vaso se han convertido en frontera, que el mundo se acaba en esos confines tan finitos y que todo lo que se salga de plano se hunde en la sombra de la indiferencia. A veces la vida nos empuja a limitar espacios y a reducir conocimientos. Y es entonces cuando aparecen las cuestas y las esquinas y la familiaridad se oscurece hasta alejar el paisaje. De repente el cristal de la ventana se tiñe de gris, o de negro, y es difícil ver más allá. Otras veces somos nosotros los que cerramos los ojos para estar seguro de que todo lo que hay más allá de la frontera de la cuchara y el tenedor es, simplemente, oscuridad. Y entonces descubrimos que lo único que se ve son los garbanzos que hay en el plato. Y por eso nos dedicamos a contarlos.
La vista hipnotizada sobre el plato. Garbanzos con bacalao hasta el borde. A derecha e izquierda los cubiertos, y enfrente, cerrando el triángulo, el vaso de vino aderezado con un poco de gaseosa para hacer más suave el trago. También se admite agua, u otros refrescos. En la variedad está el gusto. Esto es lo que nos ofrece la mesa. Pero en las sillas hay algo más. Separados por la tenue frontera de una camisa, el día es casi de verano, se rozan diferentes mundos que el resto del año pueden transcurrir paralelos, pero hoy dibujan otras figuras geométricas más amistosas. Son vidas que se cruzan, se mezclan, se unen, se apoyan, se complementan. Son los trazos de una unión que parece más sincera que ficticia, que aprovechan el día para mostrar que están encantados de verse por primera vez o de encontrarse una vez más. Como la unión se impone a las diferencias, enseguida surge el diálogo ameno y desenfadado. No se podrían hacer grandes tratados filosóficos como resumen de la conversación, pero es que la naturalidad no entiende de imposturas. Las ramas de la vida se desentienden de sus raíces, y viajan sin vacilaciones de un lado a otro de la mesa, de una esquina a otra de la plaza. Responden a la necesidad de encontrarse y disfrutar, y se mueven con la avidez de los que han encontrado una vez más su sitio. Es una obra teatral de la vida, donde no hay necesidad ni ambición de suplantar o superar a nadie, y donde no suele ser muy complicado distinguir las luces de las sombras, aunque a veces es mejor que el día sea nublado para no tener que hacer ese ejercicio pericial. También puede pasar que mires a tu alrededor y descubras caras nuevas, edades incipientes, o profundos cambios fisonómicos. Pero casi todos coinciden en esa mirada de complicidad con la que se muestra que se pisa terreno conocido, con ese gesto relajado de saber que estamos todos al mismo lado de la ventana, que los cristales están limpios, y que dejan ver un paisaje diáfano. Ese día, como casi todos los días, en la plaza o en las eras, no hay esquinas, no existen los rincones de la umbría donde crece el musgo y se amontonan las hierbas improductivas. Ese día, como casi todos los días, la plaza o las eras son un espacio abierto y sin cuestas sobre su piel.
A veces, y sólo a veces, hay miradas ensimismadas y concentradas en el plato. Puede ser una forma de contar los garbanzos, o también una forma de no ver que los cubiertos y el vaso se han convertido en frontera, que el mundo se acaba en esos confines tan finitos y que todo lo que se salga de plano se hunde en la sombra de la indiferencia. A veces la vida nos empuja a limitar espacios y a reducir conocimientos. Y es entonces cuando aparecen las cuestas y las esquinas y la familiaridad se oscurece hasta alejar el paisaje. De repente el cristal de la ventana se tiñe de gris, o de negro, y es difícil ver más allá. Otras veces somos nosotros los que cerramos los ojos para estar seguro de que todo lo que hay más allá de la frontera de la cuchara y el tenedor es, simplemente, oscuridad. Y entonces descubrimos que lo único que se ve son los garbanzos que hay en el plato. Y por eso nos dedicamos a contarlos.