Sus pasos eran cada vez más pausados por la sombra de los soportales de agosto. Hacía tiempo que dejó de lado el poyo de cemento y buscó amortiguar su cuerpo maltrecho en sillas más cómodas. El guardián del poyo reposaba sus necesidades en asientos que atenuarán su cuerpo doliente. La mirada incisiva había dejado paso a un rictus de circunstancia. Su diálogo vehemente se escondía en los últimos años detrás de una voz tenue y a veces desencajada. Le preocupaba poco la partida del verano y ahora sus ases eran los contadores de la salud, que debían estar siempre controlados y en la medida justa para evitar sobresaltos. Había abandonado las costumbres mundanas, empujado por esa adversidad que casi siempre se ceba con los que menos culpa tienen. Es trágico que la misma vida a la que le has dedicado todas tus fuerzas, toda tu energía y todo tu trabajo, te devuelva una recompensa cargada de dependencias y llena de esclavitudes. Una persona como él, que veía amanecer casi todos los días del año a bordo de su trabajo, necesitaba y se merecía alguna gratitud en forma de tranquilidad y salud para recuperar algo de los mucho que había entregado. Sandalio era una de esas personas que ganaba mucho en las distancias cortas y en los diálogos serios. Desprendido en su solidaridad y en su preocupación por los que compartíamos horas de sombra bajo el techo de los soportales, se descubría muchas veces en toda su humanidad, en ese cariño próximo y cálido a los que veíamos la vida pasar con mayor o menor tranquilidad, con mayor o menor sosiego. Sus últimos años eran como los de un eterno saltador de vallas. Cada obstáculo vencido se reencarnaba en una nueva dificultad a superar. Al final el reloj de la muñeca se convirtió en el cronómetro de su alma, y no le dejaba lugar a la improvisación. Todo tenía que estar medido, al milímetro. Y esta era una valla permanente que los que estábamos a su lado, veíamos que cada vez le costaba más saltar. A veces ya ni siquiera se aplicaba en el esfuerzo y se dejaba llevar. La dificultad física se fue instalando como una gotera permanente en su fuerza de voluntad, y cada vez eran menos los ratos que hablaba, cada vez tardaba más en levantar la vista y mirar a su alrededor. Hasta que ya fijó sus ojos en el infinito y dijo simplemente: “adiós, encantado de conoceros”. El poyo se ha quedado sin guardián, la sombra de agosto de los soportales dibuja un hueco eterno entre sus paredes y la última valla ya no espera saltador. Fue un placer Sandalio, cuando necesites hablar ya sabes que estaré sentado en el poyo, a la sombra en esas interminables tardes de sol.