Siempre me han fascinado los pozos de agua. Puede que tenga mucho que ver con el hecho de vivir pegado a uno durante los primeros años de mi vida. Nuestro vergel particular estaba en el huerto del pozo, lo que significa entre otras cosas que nadie hizo un gran esfuerzo de imaginación para denominar esa huerta del camino de la Mercadera, que ahora es una selva desmadrada y por la que no se puede transitar. La huerta no me decía nada, pero el pozo sí. Y pensando sobre el tema, he llegado a la conclusión que la actividad en torno a ese pozo define muchas veces la filosofía con la que cada uno nos enfrentamos a la vida.
A mí lo que más me gustaba era asomarme al brocal y ver mi cara reflejada unos metros más abajos. Cuando el pozo estaba tranquilo podías ver una perfecta fotografía en color, en unos tiempos en los que no habíamos pasado del sepia o del blanco y negro. A veces esa distancia desdibujaba los perfiles y ante la falta de nitidez comenzaba a volar la imaginación, y de repente la fotografía se convertía en el reflejo de una historia de aventuras. Era hipnotizante el poder de seducción del agua del pozo. Pero a veces la tranquilidad se convertía en desesperación cuando algún gracioso tiraba una piedra o un terrón al gua. Las olas que provocaba la presión alteraba todo y ese mundo ordenado, de paz y sosiego se convertía en un torbellino de inquietud. Es como la vida, tú persigues un objetivo determinado y por detrás puede aparecer una mano, un pensamiento, una envidia y darle la vuelta a todo con el único afán de romper la magia que a veces se respira en la vida de un pueblo, o de cualquier sitio. Pero en todo, puede pasar como en el pozo. Cuando las olas desparacen, retorna la calma y el agua se convierte de nuevo en un remanso, aparece de nuevo tu fotografía asomada al brocal. Y de repente además se puede ver el rostro de quien ha lanzado la piedra, aunque haya tenido tiempo para esconder la mano. El agua se convierte en testigo, y de nada sirve dejar bajar el cubo, llenarlo y tirar de cigüeño para sacarlo a la superficie. En el fondo del pozo ha quedado grabada esa acción controlada, esa mezquindad estudiada, esa acción de almas ladinas que persiguen el perjuicio de lo ajeno aunque sea a costa del bienestar de lo propio. Y es que el pooz es como la vida. Con esfuerzo y ahínco, acabas sacando el agua justa para regar legumbres y verduras y poder repartir entre tus amigos y vecinos. Incluso entre quienes entretienen su vida en lanzar piedras al pozo, con la esperanza de que el agua siempre esté revuelta y nunca se pueda ver su mano, acompañada de su cara, en el momento de la traición. Esto sólo se puede evitar si lo que tenemos en la huerta, o en la vida, es un pozo sin fondo. Entonces da lo mismo que te asomes al brocal y da también lo mismo lo que arrojen las manos que te empujan. No hay superficie, no hay vida, y no hay por tanto reflejo de esa vida. Y entonces descubres que... el gozo en un pozo.
A mí lo que más me gustaba era asomarme al brocal y ver mi cara reflejada unos metros más abajos. Cuando el pozo estaba tranquilo podías ver una perfecta fotografía en color, en unos tiempos en los que no habíamos pasado del sepia o del blanco y negro. A veces esa distancia desdibujaba los perfiles y ante la falta de nitidez comenzaba a volar la imaginación, y de repente la fotografía se convertía en el reflejo de una historia de aventuras. Era hipnotizante el poder de seducción del agua del pozo. Pero a veces la tranquilidad se convertía en desesperación cuando algún gracioso tiraba una piedra o un terrón al gua. Las olas que provocaba la presión alteraba todo y ese mundo ordenado, de paz y sosiego se convertía en un torbellino de inquietud. Es como la vida, tú persigues un objetivo determinado y por detrás puede aparecer una mano, un pensamiento, una envidia y darle la vuelta a todo con el único afán de romper la magia que a veces se respira en la vida de un pueblo, o de cualquier sitio. Pero en todo, puede pasar como en el pozo. Cuando las olas desparacen, retorna la calma y el agua se convierte de nuevo en un remanso, aparece de nuevo tu fotografía asomada al brocal. Y de repente además se puede ver el rostro de quien ha lanzado la piedra, aunque haya tenido tiempo para esconder la mano. El agua se convierte en testigo, y de nada sirve dejar bajar el cubo, llenarlo y tirar de cigüeño para sacarlo a la superficie. En el fondo del pozo ha quedado grabada esa acción controlada, esa mezquindad estudiada, esa acción de almas ladinas que persiguen el perjuicio de lo ajeno aunque sea a costa del bienestar de lo propio. Y es que el pooz es como la vida. Con esfuerzo y ahínco, acabas sacando el agua justa para regar legumbres y verduras y poder repartir entre tus amigos y vecinos. Incluso entre quienes entretienen su vida en lanzar piedras al pozo, con la esperanza de que el agua siempre esté revuelta y nunca se pueda ver su mano, acompañada de su cara, en el momento de la traición. Esto sólo se puede evitar si lo que tenemos en la huerta, o en la vida, es un pozo sin fondo. Entonces da lo mismo que te asomes al brocal y da también lo mismo lo que arrojen las manos que te empujan. No hay superficie, no hay vida, y no hay por tanto reflejo de esa vida. Y entonces descubres que... el gozo en un pozo.