Unos ya no están para recordarlo, otros apenas si se acuerdan y la mayoría ni siquiera lo vivió. Pero hubo unos años, muchos años, que la única fiesta de verano en Blacos se celebraba los días 8 y 9 de septiembre. Siempre era esos días porque entonces no había nacido la moda de cambiarlos o desplazarlos al fin de semana más cercano. Después de muchos días de trabajo de sol a sol, la fiesta llegaba cuando la faena ya estaba hecha y el trigo en el granero. Los expertos dirían que se celebraban en el solsticio de otoño, que viene a ser como la puerta por la que se va una estación, el verano, y entra otra, el otoño. La verdad es que eran unos días que pillaban un poco a desmano a los hijos de la emigración, pero tampoco en agosto había atascos en la operación retorno. Primero porque eran menos los que tenían que volver, y después porque los que volvían tampoco tenían tantas posibilidades como ahora. Sea como fuere, la fiesta era siempre los días 8 y 9 de septiembre, hiciera frío o calor. Yo, en el baúl de mis recuerdos, todavía guardo algunos retazos difusos. Había misa con procesión a la ermita, que en aquellos años era la morada de la Virgen de Valverde todos los días, antes de convertirse en una visitante ocasional como sucede ahora por culpa de los que creen que lo ajenos es un bien preciado que tiene que acabar siendo propio. Después de la misa, los dos bares del pueblo se llenaban y el vermut se salpicaba de aceitunas y a veces de berberechos, cuando el bolsillo alcanzaba o cuando el orgullo lo exigía por encima de las posibilidades del bolsillo. Después llegaba la comida, también con aire de fiesta. Había más gente sentada a la mesa y más comensales que de costumbre, porque en aquellos años estaba muy arraigado lo de llevar invitados. También la mesa estaba más surtida y el clima que se respiraba era distinto. Para los mayores debía ser como el premio al esfuerzo, y para los pequeños era el aroma de los días grandes del año, que siempre olía distinto y sabían diferente. Por la tarde llegaban los juegos populares, tanguilla, calva, bolos... Se hacían cosas, pero no tantas como para que no hubiera huecos en el programa. Y luego por la tarde-noche llegaba la música. Y aquí es donde mejor
funciona mi memoria. Había años que la orquesta era tan “numerosa” que tocaba desde el balcón de mi casa, donde como mucho y haciendo esfuerzos cogen tres personas sin instrumentos. Después, probablemente porque aumentaron las posibilidades, los músicos se colocaban en los soportales, al lado de la puerta de la casa de Vicente. Aquí ya se podía ver a batería, guitarra, trompeta. De lo que no me acuerdo es de qué alguna vez hubiera cantante. Yo creo que el repertorio se centraba en pasodobles, valses, mejicanas y cualquier otra canción de moda que fuera instrumental. Los forasteros en aquellos años eran fundamentalmente de los pueblos cercanos. Y todos ellos sabían que se tenían que quedar a cenar. A mí era una de las cosas que más me gustaba, porque era una forma de ensalzar la amistad de todo un año, pero también era una forma de iniciar relaciones con quienes prácticamente no conocías. Pero era casi una obligación llevar a cenar a todos los que no tenían casa ni mesa. Esto se repetía en todos los pueblos de alrededor, y yo he contado aquí alguna vez que he estado cenando en casas de Muriel, La Villa o La torre, sin conocer a nadie de los que estaban sentados a la mesa. También es cierto que era más frecuente que los que venían a la fiesta fueran hombres y que fueran los hombres los que se encargaban de las invitaciones. Ahora sería visto como una costumbre machista, pero en aquellos años nadie se paraba en esas cosas.
El domingo se repetía programa, pero había una novedad, que a cierta edad la esperabas como agua de mayo. Y era el partido de fútbol contra algún pueblo de al lado. Las Eras se llenaban a rebosar y se ponía falta a las ausencias. Los más famosos eran los duelos con Muriel de la Fuente, un equipo aguerrido y con un potencial parecido al nuestro. Pero para jugar en este equipo, el de Blacos, había que pasar el rito de iniciación por el que dejabas de ser niño y te convertías en mozo a cambio de una cántara de vino. Por ahí pasamos mi primo Enrique, Emilio y yo. Ahora hubiéramos cobrado por nuestras condiciones futbolísticas que contribuyeron a más de una victoria. Sin embargo entonces había que pagar para vestir la elástica blanquiverde con el escudo de la Virgen de Valverde primorosamente bordado por las mozas. No sé si entre las chicas también existía ese rito de iniciación.
Después de nuevo baile. La verdad es que no me acuerdo ni me importaba si bailaba mucha gente o poca. Prefería dedicarme a otras actividades tan tontas como comprar mixtos al Jaime de la Villa y quemarlos restregándolos sobre el cemento.
Pero éste era un ejemplo del espíritu de las fiestas de aquellos años. Gestos simples pero auténticos y naturales. Puede que fuera, o no, la escasez de alicientes, pero todos nos movíamos por caminos fraternales y de amistad, y los dos días de fiesta eran siempre días de sol, aunque lloviera. Eran unas fiestas en la que se hacían esfuerzos para buscar puntos en común, siempre había tiempo para la conversación y casi nunca se dejaba espacio para diferencias artificiales. No se ponían nudos, sino que se deshacían aquellos que podían haber surgido.
Y probablemente ahora, con los mismos o parecidos motivos, se mantiene la tradición. Bien es cierto que se ha limitado mucho el programa. El día 8 de septiembre hay una comida popular, y después bailables, con música enlatada. Pero da igual, el equipo musical es tan grande, que ya tampoco cogería en mi balcón como la orquesta de los gloriosos 60. Una pequeña orquesta para acoger a una gran emoción, a una gran fiesta. Es una alegría que no se pierda.
funciona mi memoria. Había años que la orquesta era tan “numerosa” que tocaba desde el balcón de mi casa, donde como mucho y haciendo esfuerzos cogen tres personas sin instrumentos. Después, probablemente porque aumentaron las posibilidades, los músicos se colocaban en los soportales, al lado de la puerta de la casa de Vicente. Aquí ya se podía ver a batería, guitarra, trompeta. De lo que no me acuerdo es de qué alguna vez hubiera cantante. Yo creo que el repertorio se centraba en pasodobles, valses, mejicanas y cualquier otra canción de moda que fuera instrumental. Los forasteros en aquellos años eran fundamentalmente de los pueblos cercanos. Y todos ellos sabían que se tenían que quedar a cenar. A mí era una de las cosas que más me gustaba, porque era una forma de ensalzar la amistad de todo un año, pero también era una forma de iniciar relaciones con quienes prácticamente no conocías. Pero era casi una obligación llevar a cenar a todos los que no tenían casa ni mesa. Esto se repetía en todos los pueblos de alrededor, y yo he contado aquí alguna vez que he estado cenando en casas de Muriel, La Villa o La torre, sin conocer a nadie de los que estaban sentados a la mesa. También es cierto que era más frecuente que los que venían a la fiesta fueran hombres y que fueran los hombres los que se encargaban de las invitaciones. Ahora sería visto como una costumbre machista, pero en aquellos años nadie se paraba en esas cosas.
El domingo se repetía programa, pero había una novedad, que a cierta edad la esperabas como agua de mayo. Y era el partido de fútbol contra algún pueblo de al lado. Las Eras se llenaban a rebosar y se ponía falta a las ausencias. Los más famosos eran los duelos con Muriel de la Fuente, un equipo aguerrido y con un potencial parecido al nuestro. Pero para jugar en este equipo, el de Blacos, había que pasar el rito de iniciación por el que dejabas de ser niño y te convertías en mozo a cambio de una cántara de vino. Por ahí pasamos mi primo Enrique, Emilio y yo. Ahora hubiéramos cobrado por nuestras condiciones futbolísticas que contribuyeron a más de una victoria. Sin embargo entonces había que pagar para vestir la elástica blanquiverde con el escudo de la Virgen de Valverde primorosamente bordado por las mozas. No sé si entre las chicas también existía ese rito de iniciación.
Después de nuevo baile. La verdad es que no me acuerdo ni me importaba si bailaba mucha gente o poca. Prefería dedicarme a otras actividades tan tontas como comprar mixtos al Jaime de la Villa y quemarlos restregándolos sobre el cemento.
Pero éste era un ejemplo del espíritu de las fiestas de aquellos años. Gestos simples pero auténticos y naturales. Puede que fuera, o no, la escasez de alicientes, pero todos nos movíamos por caminos fraternales y de amistad, y los dos días de fiesta eran siempre días de sol, aunque lloviera. Eran unas fiestas en la que se hacían esfuerzos para buscar puntos en común, siempre había tiempo para la conversación y casi nunca se dejaba espacio para diferencias artificiales. No se ponían nudos, sino que se deshacían aquellos que podían haber surgido.
Y probablemente ahora, con los mismos o parecidos motivos, se mantiene la tradición. Bien es cierto que se ha limitado mucho el programa. El día 8 de septiembre hay una comida popular, y después bailables, con música enlatada. Pero da igual, el equipo musical es tan grande, que ya tampoco cogería en mi balcón como la orquesta de los gloriosos 60. Una pequeña orquesta para acoger a una gran emoción, a una gran fiesta. Es una alegría que no se pierda.