A mí de la ermita me gustaba todo, aunque siempre visto desde un prisma alejado de la fe. Me gustaba la luz especial que siempre había en su interior, y que se puede apreciar perfectamente en la fotografía. Una luz brillante, esplendorosa, que surgía al pasar por el tamiz de la vidriera del altar. Es como una luz de vida, de optimismo, que destaca todavía más si la comparamos con los flancos lóbregos y apagados. Esta es una luz secundaria, tímida, como encogida en sí misma para evitar restar protagonismo a la vidriera. También tiene una luz propia el púlpito de la izquierda. Es una luz intensa, como de búsqueda constante de un pasado que siempre fue mejor. El púlpito nunca tuvo razón de ser, porque lo que quería era demostrar la superioridad del que hablaba desde arriba sobre los que le escuchaban desde abajo. Era una postura preeminente y a veces insultante. Como si los portadores de la fe absoluta estuvieran siempre por encima de los pobres pecadores que se sentaban en sus bancos. Parte de esa luz se la roba la mesa solitaria del centro. Está allí porque alguien la ha dejado, Ni es su sitio ni es tampoco natural. Lo más natural puede ser el confesionario. Siempre me han parecido lugares sombríos y la luz también me ayuda a seguir pensándolo. En un rincón, buscando el anonimato, solitario, vacío, desencajado. En una eterna espera en la que le han colmado de alegría las pocas visitas que ha tenido a lo largo de su vida. Desde hace siglos vive en una eterna tercera edad aunque hace menos que disfruta de una fría jubilación.
Pero a mí también me gustaba mucho otra cosa que no se puede ver en la foto. Yo lo defino como la pared de los deseos. Allí colgaban coletas cortadas y donadas como ofrenda para conseguir algunos beneficios terrenales, y puede que espirituales. También había copias de escrituras de fincas que se entregaban a la Virgen de Valverde en solicitud de su amparo infinito. Y creo que también había alguna que otra vela encendida, sobre todo en el mes de septiembre, pidiendo a la virgen una ayuda en los exámenes. Nunca lo he sabido, pero me gustaría que si alguien consiguió aprobar de esta manera que lo diga, porque rompería todos mis esquemas sobre las habilidades divinas. Admás ya no creo que porque confie le vayan a bajar la nota.
Tampoco se ve en la foto el coro y el campanario. Los dos eran como el ático de una casa de misericordia. Me gustaba porque estaba por encima del púlpito, con lo que el predicador siempre parecía estar por debajo de los fieles. Pero también me gustaba porque tenía un ambiente tabernario comparado con la religiosidad de los bancos de abajo. Se podía hablar, casi en voz alta, de todo lo que hablamos los hombres cuando estamos juntos en cualquier parte. Se hablaba mucho y se reía más, sin reparo, con insolencia y sin hacer muchos caso a los que nos lo recriminaban desde abajo.
Y luego estaba el campanario, que en los mejores tiempos era la antesala del estanco. Allí entre campanillo y campanillo ya no se hablaba, se gritaba y se reía a carcajadas. Y todo ello entre cigarro y cigarro. El campanario era como un oasis en el desierto de la fe. No estaba en ninguno de los mandamientos, pero sólo porque el que los escribió nuca estuvo en la ermita.
Aquí la luz no era luz, era un resplandor vigoroso, adolescente y enamorado. Era la luz más alta y por lo tanto la que más cerca estaba de la gloria. Aunque entonces nadie lo sabía.
Pero a mí también me gustaba mucho otra cosa que no se puede ver en la foto. Yo lo defino como la pared de los deseos. Allí colgaban coletas cortadas y donadas como ofrenda para conseguir algunos beneficios terrenales, y puede que espirituales. También había copias de escrituras de fincas que se entregaban a la Virgen de Valverde en solicitud de su amparo infinito. Y creo que también había alguna que otra vela encendida, sobre todo en el mes de septiembre, pidiendo a la virgen una ayuda en los exámenes. Nunca lo he sabido, pero me gustaría que si alguien consiguió aprobar de esta manera que lo diga, porque rompería todos mis esquemas sobre las habilidades divinas. Admás ya no creo que porque confie le vayan a bajar la nota.
Tampoco se ve en la foto el coro y el campanario. Los dos eran como el ático de una casa de misericordia. Me gustaba porque estaba por encima del púlpito, con lo que el predicador siempre parecía estar por debajo de los fieles. Pero también me gustaba porque tenía un ambiente tabernario comparado con la religiosidad de los bancos de abajo. Se podía hablar, casi en voz alta, de todo lo que hablamos los hombres cuando estamos juntos en cualquier parte. Se hablaba mucho y se reía más, sin reparo, con insolencia y sin hacer muchos caso a los que nos lo recriminaban desde abajo.
Y luego estaba el campanario, que en los mejores tiempos era la antesala del estanco. Allí entre campanillo y campanillo ya no se hablaba, se gritaba y se reía a carcajadas. Y todo ello entre cigarro y cigarro. El campanario era como un oasis en el desierto de la fe. No estaba en ninguno de los mandamientos, pero sólo porque el que los escribió nuca estuvo en la ermita.
Aquí la luz no era luz, era un resplandor vigoroso, adolescente y enamorado. Era la luz más alta y por lo tanto la que más cerca estaba de la gloria. Aunque entonces nadie lo sabía.