A UN MOLINERO
Me gustaba especialmente su camino alfombrado y verde, siempre protegido y abrigado por un techo de ramaje y flores que proporcionaba sombra fresca en verano, y abrigaba del viento y de la lluvia en invierno. Completaba el cuadro una alfombra de huertos fértiles y abundantes y los sonidos de un río frío y productivo. Era un sendero corto pero intenso hasta llegar a las puertas del molino. En su interior se descubría un mundo febril, un angosto centro de producción de energía y de harina mediante un proceso simple pero básico para la economía de aquellos años. En alguna ocasión he descrito su interior y a alguno de sus personajes que permanecen clavados en mis recuerdos. Pero a veces la realidad vive de los sueños. Y me imagino a sus moradores en esas noches desangeladas, tapados hasta la cabeza en la cama, asustados por el ruido de la tormenta y por el tumulto del agua apretándose para pasar por debajo del molino, con el riesgo de reventar la pared ante la impaciencia del caz por desahogarse. Por fuerza tenían que ser noches distintas, como lo serían esos insomnios de agosto en los que la cama podía parecer un sofá en medio de un paraíso de ruidos y sonidos de todos los animales que en aquellos años superpoblaban cualquier árbol o matorral que encontraban. A veces también me da por pensar en esas mañana de agosto cuando al abrir las ventanas descubrían un mundo nuevo, parecía igual que ayer pero era distinto. Las ventanas del molino podía ser una especie de pantalla de cine en la que cada día veías la misma película pero con distinto guión. O esas mañanas de invierno, con el frío pegado a los huesos, en las que al asomarte a las ventanas descubrías una manta blanca que llenaba de escarcha las ramas y dejaba descolgar algunos chorretes de hielo desde las tejas de un poco más arriba. Las ventanas del molino las idealizo como una terraza abierta al mundo en la que veías la vida pasar y a la gente llegar mientras comenzabas a desperezarte para aceptar el reto de otro día de mucho trabajo. A veces en esas mañanas de nieve también se podía descubrir desde esa ventana que los límites de la vida se habían encogido. La intensa niebla había borrado los perfiles del pueblo y el molino parecía estar más sólo y más aislado que nunca. Una soledad que acababa imprimiendo carácter y perfilaba una forma de ser y una forma de vivir diferente a la del resto de vecinos que vivían un poco más allá.
Tengo la sensación de que desde el molino se contemplaba un paisaje siempre distinto del que disfrutaban desde más allá del puente o desde encima de la cuesta del Palomar.
Ser molinero, o hijo de molineros, imprimía un sello especial que se notaba en sus gestos, pero sobre todo se nota en sus recuerdos.
Parece que el Molino es un referente continuo para los que vivieron entre sus paredes. Y un ejemplo puede ser el del flaqueño que escribe un poco más abajo. Le costaba, por ejemplo, mucho más llegar a la iglesia que a los demás. Y por el camino tenía tiempo de agudizar la
vista y el oído y entrenar el olfato, para que muchos años después recuerdes perfectamente el olor de los días de fiesta, los acordes de las bandas locales o las imágenes de esas fiestas autóctonas de aquellos tiempos de uniformidad.
Y es que, pienso, hacer el camino del molino tantas veces, unas al frescor del verano, y otras al abrigo del invierno, son experiencias que se graban en el ADN. Y acabas descubriendo que puedes haber nacido en un sitio y acabar viviendo en otro muy distinto. Pero hacer ese camino te acaba dando el dni de Blacos porque el Molino entre sus muchas funciones, a veces tenía una fundamental, se convertía en la pila bautismal de los que pasaban por allí.
Me gustaba especialmente su camino alfombrado y verde, siempre protegido y abrigado por un techo de ramaje y flores que proporcionaba sombra fresca en verano, y abrigaba del viento y de la lluvia en invierno. Completaba el cuadro una alfombra de huertos fértiles y abundantes y los sonidos de un río frío y productivo. Era un sendero corto pero intenso hasta llegar a las puertas del molino. En su interior se descubría un mundo febril, un angosto centro de producción de energía y de harina mediante un proceso simple pero básico para la economía de aquellos años. En alguna ocasión he descrito su interior y a alguno de sus personajes que permanecen clavados en mis recuerdos. Pero a veces la realidad vive de los sueños. Y me imagino a sus moradores en esas noches desangeladas, tapados hasta la cabeza en la cama, asustados por el ruido de la tormenta y por el tumulto del agua apretándose para pasar por debajo del molino, con el riesgo de reventar la pared ante la impaciencia del caz por desahogarse. Por fuerza tenían que ser noches distintas, como lo serían esos insomnios de agosto en los que la cama podía parecer un sofá en medio de un paraíso de ruidos y sonidos de todos los animales que en aquellos años superpoblaban cualquier árbol o matorral que encontraban. A veces también me da por pensar en esas mañana de agosto cuando al abrir las ventanas descubrían un mundo nuevo, parecía igual que ayer pero era distinto. Las ventanas del molino podía ser una especie de pantalla de cine en la que cada día veías la misma película pero con distinto guión. O esas mañanas de invierno, con el frío pegado a los huesos, en las que al asomarte a las ventanas descubrías una manta blanca que llenaba de escarcha las ramas y dejaba descolgar algunos chorretes de hielo desde las tejas de un poco más arriba. Las ventanas del molino las idealizo como una terraza abierta al mundo en la que veías la vida pasar y a la gente llegar mientras comenzabas a desperezarte para aceptar el reto de otro día de mucho trabajo. A veces en esas mañanas de nieve también se podía descubrir desde esa ventana que los límites de la vida se habían encogido. La intensa niebla había borrado los perfiles del pueblo y el molino parecía estar más sólo y más aislado que nunca. Una soledad que acababa imprimiendo carácter y perfilaba una forma de ser y una forma de vivir diferente a la del resto de vecinos que vivían un poco más allá.
Tengo la sensación de que desde el molino se contemplaba un paisaje siempre distinto del que disfrutaban desde más allá del puente o desde encima de la cuesta del Palomar.
Ser molinero, o hijo de molineros, imprimía un sello especial que se notaba en sus gestos, pero sobre todo se nota en sus recuerdos.
Parece que el Molino es un referente continuo para los que vivieron entre sus paredes. Y un ejemplo puede ser el del flaqueño que escribe un poco más abajo. Le costaba, por ejemplo, mucho más llegar a la iglesia que a los demás. Y por el camino tenía tiempo de agudizar la
vista y el oído y entrenar el olfato, para que muchos años después recuerdes perfectamente el olor de los días de fiesta, los acordes de las bandas locales o las imágenes de esas fiestas autóctonas de aquellos tiempos de uniformidad.
Y es que, pienso, hacer el camino del molino tantas veces, unas al frescor del verano, y otras al abrigo del invierno, son experiencias que se graban en el ADN. Y acabas descubriendo que puedes haber nacido en un sitio y acabar viviendo en otro muy distinto. Pero hacer ese camino te acaba dando el dni de Blacos porque el Molino entre sus muchas funciones, a veces tenía una fundamental, se convertía en la pila bautismal de los que pasaban por allí.