El otro día me encontré con un viejo amigo de un pueblo cercano a Blacos y me dijo que era un habitual de esta página y me contó una cosa que no era nueva para mí, pero me hizo volver a pensar que nunca lo había contado. Me dijo que leía todo lo que se escribía aquí, pero que si estaba unos días sin entrar se encontraba con que el trabajo era excesivo. Y a su manera me reprochó que yo escribía mucho, muy largo y algunas veces complicado de digerir. Y fue cuando le contesté algo que no acabó de creerse, pero que es verdad. Y es que yo escribo mucho, pero que lo hago por prescripción médica, y no le mentía en absoluto. En primer lugar escribo porque me gusta pero también porque necesito una vía de escape siempre que mi cabeza se convierte en una centrifugadora. Necesito abrir una puerta al exterior para oxigenar mis pensamientos. Hay gente que se relaja haciendo yoga, coleccionando sellos o cogiendo setas. Yo lo hago leyendo y escribiendo y además me suele dar resultado, y el resultado siempre es mejor cuando la escritura es simplemente una expresión interior, sin buscar atajos, como me sale y a la hora que lo necesito.
Por eso a veces, como la de hoy, sufro ataques de nostalgia y necesito acercarme al calor de la lumbre y me obligo a hacer un ejercicio de memoria. Porque siempre me acerco a esa lumbre que arde al abrigo de dos ladrillos, o dos zapatas de tren. A esa lumbre rodeada de tenazas para ordenar las ascuas y de badila para ordenarla ceniza. Es una lumbre de esos días fríos y lluviosos de Blacos, y es una lumbre que te ofrece para el descanso un banco de madera y algún taburete duro y pulido por los años. Y ahí siempre encuentras compañía para compartir unas patatas que se asan escondidas debajo del rescoldo, y debajo también de una caldera encima de las trébedes en la que se cuecen otras patatas que son la cena de los cerdos que se refocilan en los cortes a la espera de su Sanmartín. A veces las patatas se cambian por esas sardinas arenques a las que unas manos maestras acercan al quicio de la puerta para hacerles un lifting definitivo. Esos arenques que cuando te los comes incendian tus labios y, que aunque no lo sabes entonces, te inician en el sabor y el calor de esos besos que todavía no has dado. La conversación, pausada y a veces somnolienta, compite con los silencios de la luz de una bombilla febril, moteada por cientos de moscas que hace siglos que fijaron en ella sus letrinas. Y poco más. Las cocinas de los inviernos de aquellos años en Blacos eran así de austeras, ni más ni menos que la austeridad que imponía la vida diaria. La cocina era un microclima agradable, sin un calor excesivo pero suficiente para hacerla acogedora. Y a la vez era la habitación más cercana al polo, que siempre te esperaba al otro lado de la puerta. Era cruzarla y casi casi comenzar a convivir con los sabañones. A veces el calor sí que era más caliente y la permanencia a su lado se convertía en las famosas "cabras", que eran rojeces que aparecían en las piernas que se acercaban desnudas a la lumbre. De una u otra forma, el escozor se hacía presente en la vida del invierno. Y el frío se parecía a las nieves perpetuas en cuanto pasabas al otro lado. Las casas de aquel Blacos de mi infancia estaban pensadas para una vida que nada tenía que ver con la de ahora. La puerta de entrada era grande porque por ella pasaban también los animales, y a veces cargados. El portal era de barro duro y seco, y a veces el suelo de la cocina también. Sólo cobraba color cuando llegaba la matanza y sus cientos de clavos acogían como excelentes anfitriones el fruto de un animal que era el sustento diario y preferente de todo el año. Entonces en cada casa se criaba como mínimo un cerdo, y se le cuidaba con mimo. Tenía su propia casa, en la parte de atrás y se le alimentaba con esmero para que sus carnes se multiplicaran en cada uno de sus kilos. Era frecuente ver por la calle a sus propietarios trasladando la paja en las hingueras para cambiarles la cama. Pero antes de llegar a los cortes, estaba la cuadra, donde vivían los machos y mulas y comían en un pesebre que casi siempre era el único apoyo de los servicios comunes de la casa, excepto en verano que cada uno, como hacían las moscas en las bombillas, buscaban sus propias letrinas a la sombra de cualquier indiscreción. No era raro que al lado de estos animales vivieran las gallinas, que en sus primeros días de vida nacían al lado de la lumbre. Los pollos se metían en una caja de cartón con unos agujeros para que pudieran respirar, y se ponían cerca de la lumbre para que no se murieran de frío. Y en esas tertulias anodinas participaban con su piar optimista. Después, todos los días, se buscaban los resquicios donde sus madres ponían los huevos y se sumaban al manjar que colgaba de las puntas del portal y de la cocina. A fuerza de costumbre éramos capaces de encontrarlos a ciegas y se nos escapaba una sonrisa cada vez que notabas el tacto terso y todavía caliente de los huevos recién puestos. Es lo más cercano que yo he vivido a una economía de subsistencia, que se ampliaba a veces con conejos y siempre con lo que producía la huerta.
Tampoco la vivienda se parecía en nada a lo que vivimos ahora. Las habitaciones se llamaban salas. Entrabas por la puerta y te encontrabas con un espacio abierto donde había alguna silla, algún armario y alguna cómoda, que no era otra cosa que un armario más bajo pero sólo de cajones, donde se guardaban sábanas y mantas. Y a su lado había uno o dos marcos de puerta, separados y tapados con cortinas que daban paso al dormitorio. Camas de hierro, jergones duros como el pedernal y colchones y almohadas de lana de oveja. Probablemente no eran tan cómodos como los de ahora, pero sí eran más divertidos. Y es que un colchón de lana, seguro que algunos lo sabéis, nunca está igual, cambia de una noche para otra por mucho que tratemos de apelmazarlo. Siempre era una sorpresa, no como ahora los de latex o parecidos que siempre los encuentras igual que la noche anterior. Además tenían otro aliciente. Cuando los rellenabas con lana nueva, olían durante unos días como si dentro estuviera pastando un rebaño completo. En la planta de arriba se repetía la distribución de los dormitorios, y en mi casa había un pequeño comedor con una mesa camilla tapada con un faldón que escondía el brasero. El brasero, junto con la lumbre y las botellas de agua caliente que se llevaban a la cama, eran la única calefacción en aquellas casas de la nostalgia. Luego se avanzó un poco y las botellas se cambiaron por las botas, que eran como unos recipientes de goma que se llenaban con agua caliente. Casi todas las casas tenían una tercera planta, qué, si no me equivoco, eran una especie de granero donde se guardaba el trabajo de todo el verano. En la mía recuerdo que siempre había unas manzanas buenísimas de las que dábamos cuenta entre otros mi buen amigo Emilio y yo.
Estaba pensando que se me olvidaba hablar de ese cuarto de debajo de la escalera, en el que se guardaban las patatas. En ese momento el crepitar de las llamas de la hojarasca de un tronco a medio consumir, me despertó con un sobresalto. A mi lado en el banco sólo había sombras, y en el suelo, al lado de los pollos, dormitaban también los sonetos de amor de Pablo Neruda en una página en la que le contaba a su Matilde un amor infinito. Me costó un buen rato diferenciar qué había soñado y qué había sido verdad al lado de esa lumbre que comenzaba a ser un pequeño rescoldo.
Y entonces empecé a pensar que bien podría ser esto el inicio de la trama de una novela costumbrista de Blacos. Pero para eso hay que valer, aunque te llames Alejandro, que al paso que vamos puede ser el nombre de un excelente escritor que, claramente no soy yo. Es ese otro Alejandro, un chaval al que recuerdo dar sus primeros pasos por la Plaza Bajera hace ya unos cuantos veranos de Blacos, de la mano de su madre, María Ángeles. Ahora esos primeros pasos los da en el complicado mundo de la literatura y, por lo que he leído, con unas excelentes críticas. Ojalá chaval que “El Final del Duelo”, sea para ti el principio de la gloria. Mucha suerte y cuenta con la venta de por lo menos un ejemplar más de los que tenías pensado. Suerte.
Por eso a veces, como la de hoy, sufro ataques de nostalgia y necesito acercarme al calor de la lumbre y me obligo a hacer un ejercicio de memoria. Porque siempre me acerco a esa lumbre que arde al abrigo de dos ladrillos, o dos zapatas de tren. A esa lumbre rodeada de tenazas para ordenar las ascuas y de badila para ordenarla ceniza. Es una lumbre de esos días fríos y lluviosos de Blacos, y es una lumbre que te ofrece para el descanso un banco de madera y algún taburete duro y pulido por los años. Y ahí siempre encuentras compañía para compartir unas patatas que se asan escondidas debajo del rescoldo, y debajo también de una caldera encima de las trébedes en la que se cuecen otras patatas que son la cena de los cerdos que se refocilan en los cortes a la espera de su Sanmartín. A veces las patatas se cambian por esas sardinas arenques a las que unas manos maestras acercan al quicio de la puerta para hacerles un lifting definitivo. Esos arenques que cuando te los comes incendian tus labios y, que aunque no lo sabes entonces, te inician en el sabor y el calor de esos besos que todavía no has dado. La conversación, pausada y a veces somnolienta, compite con los silencios de la luz de una bombilla febril, moteada por cientos de moscas que hace siglos que fijaron en ella sus letrinas. Y poco más. Las cocinas de los inviernos de aquellos años en Blacos eran así de austeras, ni más ni menos que la austeridad que imponía la vida diaria. La cocina era un microclima agradable, sin un calor excesivo pero suficiente para hacerla acogedora. Y a la vez era la habitación más cercana al polo, que siempre te esperaba al otro lado de la puerta. Era cruzarla y casi casi comenzar a convivir con los sabañones. A veces el calor sí que era más caliente y la permanencia a su lado se convertía en las famosas "cabras", que eran rojeces que aparecían en las piernas que se acercaban desnudas a la lumbre. De una u otra forma, el escozor se hacía presente en la vida del invierno. Y el frío se parecía a las nieves perpetuas en cuanto pasabas al otro lado. Las casas de aquel Blacos de mi infancia estaban pensadas para una vida que nada tenía que ver con la de ahora. La puerta de entrada era grande porque por ella pasaban también los animales, y a veces cargados. El portal era de barro duro y seco, y a veces el suelo de la cocina también. Sólo cobraba color cuando llegaba la matanza y sus cientos de clavos acogían como excelentes anfitriones el fruto de un animal que era el sustento diario y preferente de todo el año. Entonces en cada casa se criaba como mínimo un cerdo, y se le cuidaba con mimo. Tenía su propia casa, en la parte de atrás y se le alimentaba con esmero para que sus carnes se multiplicaran en cada uno de sus kilos. Era frecuente ver por la calle a sus propietarios trasladando la paja en las hingueras para cambiarles la cama. Pero antes de llegar a los cortes, estaba la cuadra, donde vivían los machos y mulas y comían en un pesebre que casi siempre era el único apoyo de los servicios comunes de la casa, excepto en verano que cada uno, como hacían las moscas en las bombillas, buscaban sus propias letrinas a la sombra de cualquier indiscreción. No era raro que al lado de estos animales vivieran las gallinas, que en sus primeros días de vida nacían al lado de la lumbre. Los pollos se metían en una caja de cartón con unos agujeros para que pudieran respirar, y se ponían cerca de la lumbre para que no se murieran de frío. Y en esas tertulias anodinas participaban con su piar optimista. Después, todos los días, se buscaban los resquicios donde sus madres ponían los huevos y se sumaban al manjar que colgaba de las puntas del portal y de la cocina. A fuerza de costumbre éramos capaces de encontrarlos a ciegas y se nos escapaba una sonrisa cada vez que notabas el tacto terso y todavía caliente de los huevos recién puestos. Es lo más cercano que yo he vivido a una economía de subsistencia, que se ampliaba a veces con conejos y siempre con lo que producía la huerta.
Tampoco la vivienda se parecía en nada a lo que vivimos ahora. Las habitaciones se llamaban salas. Entrabas por la puerta y te encontrabas con un espacio abierto donde había alguna silla, algún armario y alguna cómoda, que no era otra cosa que un armario más bajo pero sólo de cajones, donde se guardaban sábanas y mantas. Y a su lado había uno o dos marcos de puerta, separados y tapados con cortinas que daban paso al dormitorio. Camas de hierro, jergones duros como el pedernal y colchones y almohadas de lana de oveja. Probablemente no eran tan cómodos como los de ahora, pero sí eran más divertidos. Y es que un colchón de lana, seguro que algunos lo sabéis, nunca está igual, cambia de una noche para otra por mucho que tratemos de apelmazarlo. Siempre era una sorpresa, no como ahora los de latex o parecidos que siempre los encuentras igual que la noche anterior. Además tenían otro aliciente. Cuando los rellenabas con lana nueva, olían durante unos días como si dentro estuviera pastando un rebaño completo. En la planta de arriba se repetía la distribución de los dormitorios, y en mi casa había un pequeño comedor con una mesa camilla tapada con un faldón que escondía el brasero. El brasero, junto con la lumbre y las botellas de agua caliente que se llevaban a la cama, eran la única calefacción en aquellas casas de la nostalgia. Luego se avanzó un poco y las botellas se cambiaron por las botas, que eran como unos recipientes de goma que se llenaban con agua caliente. Casi todas las casas tenían una tercera planta, qué, si no me equivoco, eran una especie de granero donde se guardaba el trabajo de todo el verano. En la mía recuerdo que siempre había unas manzanas buenísimas de las que dábamos cuenta entre otros mi buen amigo Emilio y yo.
Estaba pensando que se me olvidaba hablar de ese cuarto de debajo de la escalera, en el que se guardaban las patatas. En ese momento el crepitar de las llamas de la hojarasca de un tronco a medio consumir, me despertó con un sobresalto. A mi lado en el banco sólo había sombras, y en el suelo, al lado de los pollos, dormitaban también los sonetos de amor de Pablo Neruda en una página en la que le contaba a su Matilde un amor infinito. Me costó un buen rato diferenciar qué había soñado y qué había sido verdad al lado de esa lumbre que comenzaba a ser un pequeño rescoldo.
Y entonces empecé a pensar que bien podría ser esto el inicio de la trama de una novela costumbrista de Blacos. Pero para eso hay que valer, aunque te llames Alejandro, que al paso que vamos puede ser el nombre de un excelente escritor que, claramente no soy yo. Es ese otro Alejandro, un chaval al que recuerdo dar sus primeros pasos por la Plaza Bajera hace ya unos cuantos veranos de Blacos, de la mano de su madre, María Ángeles. Ahora esos primeros pasos los da en el complicado mundo de la literatura y, por lo que he leído, con unas excelentes críticas. Ojalá chaval que “El Final del Duelo”, sea para ti el principio de la gloria. Mucha suerte y cuenta con la venta de por lo menos un ejemplar más de los que tenías pensado. Suerte.