Ante los continuos reproches que recibo, voy a intentar ser más breve que de costumbre, aunque he de reconocer que me cuesta. Estoy todo el día atado a la brevedad y a la concisión y confieso que en esta página me desahogo cuanto puedo.
La imagen que yo tengo de los inviernos de Blacos es que, además de fríos, son descarnados. Es como si el viento, la lluvia, la nieve y el hielo, despojaran de la vida a los elementos y los dejaran vacíos por dentro y por fuera. Y es la primera impresión que me produce esta foto nihilista que ha hecho Chus hace unos días. Y el mejor ejemplo es la estampa del molino. Parece tan desangelado como las hazañas del Quijote por los campos de La Mancha. Es como una efigie inerte, que lo mira todo con cara seria y arrugada. Con la piel llena de cicatrices labradas por el paso del tiempo, pero cicatrices despojadas de cualquier expresión o sentimiento, como cuando la oscuridad invade con el alzheimer. Y a esa soledad interior le acompaña un tinte de depresión exterior que despierta ternura pero a la vez tristeza por esa pérdida de esplendor que tuvo en otros años ya bastante lejanos. Es el molino de la derrota, de la huida, es el molino del invierno de Blacos, alejado de cualquier ropa de abrigo.
Y lo mismo sucede con el río. Al Milanos lo han aligerado de su gabardina, de esos chopos en los que se guarecía en los días de nieve, y ahora recibe el agua a pecho descubierto. La foto no habla, pero no resulta difícil pensar en un río aletargado por el silencio polar, que transcurre de modo monocorde, sólo inquietado por el ligero murmullo del agua abundante, eso que en aquellos años conocíamos como la puja del río. Pues bien, la puja es el único movimiento de esta estampa del crudo invierno. Hubo un tiempo que en su orilla izquierda, visto desde el puente, a la sombra de los chopos del otros lado, las mujeres mantenían tertulias interminables mientras las sábanas se sacudían el sudor a merced del torbellino frío del Milanos. Muchos ya no lo recuerdan, pero aquí hubo un tiempo en el que las mujeres tendían sus tablas y azotaban a la ropa con el jabón de manteca mientras pasaban revista a la tropa. Ahora únicamente queda como testigo ese árbol enjuto y torcido por el reúma que le provoca la humedad.
Por la izquierda de la foto se asoma una pendiente irregular, desorganizada y un conjunto de ramas desordenadas que le dan más una apariencia de ropero abandonado por el pasado que de armario lustroso para el futuro.
Y un poco más arriba esa piedra que apenas se despega del agua, era el mirador del Pozo de los Burros. Una atalaya al abismo del río que producía cierto temor a los más pequeños, y una leyenda de miedo difundida por los mayores para evitar que nos acercáramos hasta allí. No era bueno ver cosas que ahora levantarían ampollas en cualquier asociación defensora de los animales. Pero es que a veces las camadas de perros o gatos superaban a la demanda que había y los excedentes viajaban por las aguas turbulentas en busca de destinos más eternos. Y enfrente, un poco más abajo a la derecha desde el puente, estaba la cangrejera, que no era otra cosa que una pequeña cabaña con suelo de agua donde se guardaban los cangrejos que alguien se encargaba de comprar para después saber vender. Esos cangrejos autóctonos que no dejaron nada en el testamento a los nuevos cangrejos que pueblan los ríos. Como el invierno, a los nuevos cangrejos los dejaron desnudos y no heredaron una mínima calidad de sus padres, ni de sus abuelos, y eso siendo optimistas y pensando que podría haber algún lazo familiar entre unos y otros, porque no se parecían en nada. La foto da para mucho más, pero voy a cumplir mi promesa de ser más breve que de costumbre, y ya volveré a pensar en la crudeza de ese invierno que dejaba a Blacos, que no a los de Blacos, vacío de emociones y sentimientos.
La imagen que yo tengo de los inviernos de Blacos es que, además de fríos, son descarnados. Es como si el viento, la lluvia, la nieve y el hielo, despojaran de la vida a los elementos y los dejaran vacíos por dentro y por fuera. Y es la primera impresión que me produce esta foto nihilista que ha hecho Chus hace unos días. Y el mejor ejemplo es la estampa del molino. Parece tan desangelado como las hazañas del Quijote por los campos de La Mancha. Es como una efigie inerte, que lo mira todo con cara seria y arrugada. Con la piel llena de cicatrices labradas por el paso del tiempo, pero cicatrices despojadas de cualquier expresión o sentimiento, como cuando la oscuridad invade con el alzheimer. Y a esa soledad interior le acompaña un tinte de depresión exterior que despierta ternura pero a la vez tristeza por esa pérdida de esplendor que tuvo en otros años ya bastante lejanos. Es el molino de la derrota, de la huida, es el molino del invierno de Blacos, alejado de cualquier ropa de abrigo.
Y lo mismo sucede con el río. Al Milanos lo han aligerado de su gabardina, de esos chopos en los que se guarecía en los días de nieve, y ahora recibe el agua a pecho descubierto. La foto no habla, pero no resulta difícil pensar en un río aletargado por el silencio polar, que transcurre de modo monocorde, sólo inquietado por el ligero murmullo del agua abundante, eso que en aquellos años conocíamos como la puja del río. Pues bien, la puja es el único movimiento de esta estampa del crudo invierno. Hubo un tiempo que en su orilla izquierda, visto desde el puente, a la sombra de los chopos del otros lado, las mujeres mantenían tertulias interminables mientras las sábanas se sacudían el sudor a merced del torbellino frío del Milanos. Muchos ya no lo recuerdan, pero aquí hubo un tiempo en el que las mujeres tendían sus tablas y azotaban a la ropa con el jabón de manteca mientras pasaban revista a la tropa. Ahora únicamente queda como testigo ese árbol enjuto y torcido por el reúma que le provoca la humedad.
Por la izquierda de la foto se asoma una pendiente irregular, desorganizada y un conjunto de ramas desordenadas que le dan más una apariencia de ropero abandonado por el pasado que de armario lustroso para el futuro.
Y un poco más arriba esa piedra que apenas se despega del agua, era el mirador del Pozo de los Burros. Una atalaya al abismo del río que producía cierto temor a los más pequeños, y una leyenda de miedo difundida por los mayores para evitar que nos acercáramos hasta allí. No era bueno ver cosas que ahora levantarían ampollas en cualquier asociación defensora de los animales. Pero es que a veces las camadas de perros o gatos superaban a la demanda que había y los excedentes viajaban por las aguas turbulentas en busca de destinos más eternos. Y enfrente, un poco más abajo a la derecha desde el puente, estaba la cangrejera, que no era otra cosa que una pequeña cabaña con suelo de agua donde se guardaban los cangrejos que alguien se encargaba de comprar para después saber vender. Esos cangrejos autóctonos que no dejaron nada en el testamento a los nuevos cangrejos que pueblan los ríos. Como el invierno, a los nuevos cangrejos los dejaron desnudos y no heredaron una mínima calidad de sus padres, ni de sus abuelos, y eso siendo optimistas y pensando que podría haber algún lazo familiar entre unos y otros, porque no se parecían en nada. La foto da para mucho más, pero voy a cumplir mi promesa de ser más breve que de costumbre, y ya volveré a pensar en la crudeza de ese invierno que dejaba a Blacos, que no a los de Blacos, vacío de emociones y sentimientos.