Hace dos horas emprendía su viaje más largo. Reconozco que la tenía en el fondo del baúl de los recuerdos, pero ayer cuando me enteré de su adiós las anécdotas comenzaron a brotar en mi cabeza con absoluta claridad. Cualquiera que haya tenido relación con Martina sabe que siempre estuvo salpicada de un rosario de anécdotas, y además de anécdotas graciosas y positivas, porque ella era un volcán de simpatía y expresividad. Es cierto que a veces las escondía debajo de una corteza de desconfianza que se explicaba en unos tiempos en los que nada ni nadie era fácil en las relaciones cotidianas.
Un día de verano después de una larga noche de fiesta, yo me arrebujaba entre las sábanas, y de repente una letanía de sonidos ininterrumpidos acabó con mi sueño. Lo primero que pensé fue que mi madre, la teniente O´Neill, había puesto la radio a todo volumen para obligarme a levantarme. No me extrañó lo más mínimo porque era algo frecuente en su manual de torturas cuando yo había trasnochado. La cocina de mi casa, que estaba debajo de donde yo dormía, parecía el estudio de Protagonistas de Luis del Olmo. Había un girigay impresionante, el silencio había huido despavorido por la ventana para dejar hueco a tanta palabrería. Llegué a la cocina y allí estaba Martina, la voz de la radio. Mi madre y Vitoria estaban rojas de tanto reírse. Martina me vio y dando por supuesto que yo no me había enterado de nada, volvió a contar la misma historia. Pero nunca era una repetición, la enriquecía con nuevos giros y chistes y con esa coletilla marca de la casa: "Ay chica, chica, chica... yo no sabía nada”, aunque hacía tiempo que lo sabía todo. Y era la voz de una emisora en la qué no se admitía publicidad, una emisora que se alimentaba únicamente de las palabras de Martina.
Yo juré cobrarme venganza y lo pagó el que menos culpa tenía, su hijo. Eran las doce o la una y José Ignacio estaba todavía en la cama. Y Martina lamentándose en la calle: AY chica, chica, chica no sé qué hacer con este chico, toda la noche por ahí y ahora en la cama a estas horas”. Yo le dije que era una vergüenza, que el chico no daba palo al agua y que en su lugar lo despertaría ya mismo y con un par de tabanazos para que se espabilara antes. Subió a la habitación en dos zancadas y le montó un pollo al pobre José Ignacio que creo que desde entonces se levanta a las siete de la mañana para evitar otra bronca de esas dimensiones.
En algunos círculos tenía fama de tacaña, pero conmigo siempre fue espléndida. Un día estaba en el corral de Vicente limpiando algo y necesitaba un rastrillo para recoger la suciedad. Le dije que Martina tenía uno nuevo y que yo se lo pedía. Vicente y su padre juraban y perjuraban que no me lo iba a dejar. Se lo pedí y en tres segundos me lo sacó de casa ante las caras de incredulidad de Tomás y Vicente.
Era fácil. Necesitaba sentirse querida y apreciada y cuando era así ella correspondía muy por encima de lo esperado. Su astucia mezclaba bien con su generosidad y ella se manejaba perfectamente en los ambientes propicios. Era el claro espejo de los tiempos y Martina me da la sensación que se adaptaba perfectamente a ellos y nunca pasó por su cabeza adelantarse a la época que le tocó vivir. Su resignación era fruto de la costumbre y del hábito. Parecía feliz con las pequeñas cosas, que son las que siempre hace a las personas más grandes.
Ahora se ha ido y seguro que al final del viaje encontrará a alguien con el que charlar un rato. En cuanto les diga eso de " Ay chica, chica, chica", se los tiene ganados a todos. Es la ventaja de viajar a bordo de la sencillez y con una maleta de simpatía. Hasta siempre.
Un día de verano después de una larga noche de fiesta, yo me arrebujaba entre las sábanas, y de repente una letanía de sonidos ininterrumpidos acabó con mi sueño. Lo primero que pensé fue que mi madre, la teniente O´Neill, había puesto la radio a todo volumen para obligarme a levantarme. No me extrañó lo más mínimo porque era algo frecuente en su manual de torturas cuando yo había trasnochado. La cocina de mi casa, que estaba debajo de donde yo dormía, parecía el estudio de Protagonistas de Luis del Olmo. Había un girigay impresionante, el silencio había huido despavorido por la ventana para dejar hueco a tanta palabrería. Llegué a la cocina y allí estaba Martina, la voz de la radio. Mi madre y Vitoria estaban rojas de tanto reírse. Martina me vio y dando por supuesto que yo no me había enterado de nada, volvió a contar la misma historia. Pero nunca era una repetición, la enriquecía con nuevos giros y chistes y con esa coletilla marca de la casa: "Ay chica, chica, chica... yo no sabía nada”, aunque hacía tiempo que lo sabía todo. Y era la voz de una emisora en la qué no se admitía publicidad, una emisora que se alimentaba únicamente de las palabras de Martina.
Yo juré cobrarme venganza y lo pagó el que menos culpa tenía, su hijo. Eran las doce o la una y José Ignacio estaba todavía en la cama. Y Martina lamentándose en la calle: AY chica, chica, chica no sé qué hacer con este chico, toda la noche por ahí y ahora en la cama a estas horas”. Yo le dije que era una vergüenza, que el chico no daba palo al agua y que en su lugar lo despertaría ya mismo y con un par de tabanazos para que se espabilara antes. Subió a la habitación en dos zancadas y le montó un pollo al pobre José Ignacio que creo que desde entonces se levanta a las siete de la mañana para evitar otra bronca de esas dimensiones.
En algunos círculos tenía fama de tacaña, pero conmigo siempre fue espléndida. Un día estaba en el corral de Vicente limpiando algo y necesitaba un rastrillo para recoger la suciedad. Le dije que Martina tenía uno nuevo y que yo se lo pedía. Vicente y su padre juraban y perjuraban que no me lo iba a dejar. Se lo pedí y en tres segundos me lo sacó de casa ante las caras de incredulidad de Tomás y Vicente.
Era fácil. Necesitaba sentirse querida y apreciada y cuando era así ella correspondía muy por encima de lo esperado. Su astucia mezclaba bien con su generosidad y ella se manejaba perfectamente en los ambientes propicios. Era el claro espejo de los tiempos y Martina me da la sensación que se adaptaba perfectamente a ellos y nunca pasó por su cabeza adelantarse a la época que le tocó vivir. Su resignación era fruto de la costumbre y del hábito. Parecía feliz con las pequeñas cosas, que son las que siempre hace a las personas más grandes.
Ahora se ha ido y seguro que al final del viaje encontrará a alguien con el que charlar un rato. En cuanto les diga eso de " Ay chica, chica, chica", se los tiene ganados a todos. Es la ventaja de viajar a bordo de la sencillez y con una maleta de simpatía. Hasta siempre.
Muchas gracias de parte de la famlia por estas bonitas palabras. Estamos seguros de que ha ella le hubiera encantado saber que se la recordaría así, por parte de su amigo el periodista como ella solía decir.
Un abrazo.
Un abrazo.