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BLACOS: Hay una edad en la vida, poco después de la adolescencia,...

Hay una edad en la vida, poco después de la adolescencia, que parece que es interminable. En cualquier agosto de los 20 años, te tumbabas sobre el puente de madera que hay un poco más abajo de entre ambas aguas cuando la sombra ya te protegía del sol, y parecía que habías entrado en el túnel del tiempo sin tener que llamar a la puerta. Con los ojos cerrados, se desplegaba todo un mundo de sonidos y sensaciones. El agua que cantaba al llegar al corrental parecía una sinfonía sublime en el país de los sueños. Con los ojos cerrados, oías el ruido de las hojas de los chopos que se dejaban mecer por la brisa veraniega. Subía un poco el volumen y multitud de pájaros se retaban en un desafío de trinos y gorjeos que eran como la banda celestial. Y a lo lejos el murmullo de los que se bañaban al lado del puente, como una letanía lejana e imposible de descifrar. Y si tensabas la percepción eras capaz de oír el ruido de un motor que se afanaba en superar las pendientes del murallón. Todo ello bien mezclado se convertía en una especie de planta adormecedora que te trasladaba a ese universo onírico y gaseoso que debe ser como el hall de la felicidad. Cuando abrías los ojos parecía que había pasado toda una vida, y en realidad era cinco minutos más tarde que cuando los habías cerrado. En lo alto del cielo azul una estela de humo se apelmazaba a cámara lenta y parecía que hasta los aviones se resistían a abandonar el espacio aéreo de Blacos, y ralentizaban su vuelo camino de Barajas o de cualquier otro sitio.
Te levantabas y te invadía una sensación de paz. Es una de las mejores sensaciones de tranquilidad que he experimentado en mi vida. Parecía que todo se reducía a ese pequeño espacio físico, la cabeza había abandonado cualquier preocupación y el pensamiento se había saciado de quietud. Era como si el mundo se hubiera contraído a los límites físicos de un río, unos árboles, unos pájaros y un murmullo de conversaciones cercanas. Y sobre todo, te levantabas con la sensación de que lo que parecían cinco años había transcurrido en tan sólo cinco minutos. En ese momento olvidabas cualquier audacia juvenil, cualquier noche de verbena y en tu cuerpo se habían esfumado todas las preocupaciones y algún que otro desvelo.
Era la felicidad de lo pequeño, era la felicidad de los sueños alcanzables, era la tranquilidad de la ausencia de necesidad, era la tranquilidad de saber que todo lo que necesitabas en ese momento lo tenías al alcance de la mano, sin prisas ni apremios de tecnologías, o de inventos para el estrés y la inquietud.
Quería contarlo porque seguro que hay más de uno, y de generaciones distintas, que ha estado en ese túnel del tiempo que comunica con la felicidad, sin tener que llamar a la puerta.