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BLACOS: Nunca llueve a gusto de todos, e incluso cuando aprieta...

Nunca llueve a gusto de todos, e incluso cuando aprieta el calor no desaparecen algunos síntomas de congelación. Pero en estos días en los que el termómetro parece escalar hasta la cima del Everest, es agradable acercarse a la sombra del olmo. Ese olmo ahora imaginario, un olmo virtual, porque el olmo real se llevó entre sus ramas esos murmullos de verano, esa bota que corría de mano en mano mientras los dedos se deslizaban sobre las rodajas de chorizo con su justo picante o esas tortillas de patatas que nos han dejado como herencia auténticos artesanos de sus recetas. El olmo era otro de los clubes sociales que no cerraban sus puertas nunca, pero que se vestían de gala en los veranos y tiraban la casa por la ventana para acoger a los nostálgicos de su abrigo y a los fieles amantes de su sombra y de su salón agradable y fresco. Bajo esas ramas anfitrionas se cerraron negocios de amistad, se abrieron amistades que apuntaban a la eternidad o se tendieron sus alfombras para acoger la euforia de unas vacaciones recién empezadas, o para enjugar las lágrimas de despedida en la antesala del doloroso viaje de regreso. Si nos ponemos a pensar en los tres lugares que se han quedado grabados en nuestra memoria, el olmo seguro que está en todos los castings. No importa la edad, la costumbre, el lugar donde cada uno tengamos la casa, ni siquiera la procedencia de los inquilinos. El olmo es una seña de identidad grabada a fuego en nuestro corazón. Es el emblema del escudo que abre las páginas del libro de nuestros recuerdos. Pero el olmo sobre todo es el punto de encuentro de un sentimiento. A su lado, a su sombra, hemos crecido, hemos dado nuestros primeros pasos sobre el suelo y sobre el inicio de nuestras vidas. Era un olmo, como se diría ahora, polivalente. Igual servía para un roto que para un descosido. Como dije una vez, era un salón de juegos por la mañana, una autoescula ciclista al mediodía, era el regazo de las siestas vespertinas, era el casino de las tardes de brisca, era la pista de baile a la hora de las sombras y la fresquera nocturna de las noches de bochorno. Jamás he oído a nadie un comentario negativo sobre el olmo. Ni en las horas amargas de su enfermedad nadie se atrevió a hacer un diagnóstico irreversible. Todo lo contrario, todos nos aplicamos en buscar la medicina adecuada para intentar frenar sus achaques y parar la epidemia que lo desangraba por cada una de sus hojas. Lo vimos envejecer con gallardía y morir con la dignidad con la que mueren los héroes de las películas que veíamos en el teleclub. Ni un sólo quejido, ni un lamento, ni una lágrima por fuera de su tronco. Aguantó con estoicidad y nunca se rindió hasta el final. Se fue casi tan en silencio como había vivido. Se fue como se van los imprescindibles, sin dejar una mala cara pero sin dejar una sola laguna en la memoria colectiva.
Por eso ahora cuando veo que un año tras otro la figura del olmo se convierte en un recurso continuo en los programas de fiestas me alegro de una manera inmensamente sincera. Lo grandioso del olmo es que su ausencia no ha impedido extender el recuerdo hasta aquellos que no tuvieron la suerte de disfrutar de su plenitud. Es el olmo de la vida, de muchas vidas de las que se han vivido en Blacos. Y aunque no lo veamos, todavía sigue dando sombra a nuestros recuerdos, para que no se evaporen con el calor de sus veranos.