Apenas se oía ya el murmullo del amanecer y la plaza se llenaba de esa luz brillante con la que amanece Blacos en los albores de agosto. El sol se deslizaba entre las ramas del olmo y su calor se tamizaba en la red de las hojas siempre dispuestas a proteger a sus habitantes. Hacían un enorme esfuerzo por retardar el sopor veraniego, con la esperanza de que, con el sueño todavía sin olvidar, los más pequeños se acercaran a su salón de juego para iniciar otro día largo, que así son los días que acompañan a las noches más cortas. El pequeño universo del pueblo se desperezaba con la tranquilidad de tener siempre un hogar de acogida. De repente una bocina rompía la quietud y un furgón de color indefinido serpenteaba por la cuesta camino de la Plaza. Era el anuncio de la llegada de otro de los habituales del olmo. En escasos minutos, unos tablones posaban su rutina sobre unos caballetes que parecían cortados a medida de las medidas de la sombra del olmo. Y casi sin darnos cuenta el mostrador artesano se llenaba de pantalones, pijamas, calzoncillos, toallas y todo un ajuar completo. Parecía imposible que en un camión tan pequeño se pudieran meter tantas cosas, y eso que igual ya había vendido algo de su mercancía por el camino. Mientras llegabas los primeros clientes nos preguntaba cómo iba nuestra vida y al mismo ritmo nos contaba como transcurría la suya. Poco a poco las mujeres, sobre todo eran ellas, se acercaban al escaparate que protegía el olmo, e iban seleccionando aquellas prendas que iban a reponer otras parecidas que se habían dejado la piel al cabo de los años. También había otros que nos acercábamos por curiosidad y acabábamos comprando algo que era muy probable que no necesitáramos, pero que era como un símbolo de nuestra solidaridad con aquellos vendedores ambulantes que se ganaban la vida de una manera tan dura. Iban de pueblo en pueblo con el camión cargado de material y con la cabeza llena de una paciencias infinita porque casi siempre, aunque creían que llevaban de todo, descubrían que les faltaba algo que acababan pidiéndole una vez más. Alguna hora después los clientes se mezclaban con los curiosos y en la espera para la compra o después de haber pagado, se enhebraban tertulias que de nuevo convertían al olmo en el eterno club social. Y en esto de pagar había una costumbre que a mí siempre me producía una enorme curiosidad. Los compradores llegaban a la plaza sin una peseta en el bolsillo. Compraban, el del Royo les hacía la cuenta, se iban a casa a dejar las prendas y después volvía de nuevo con el dinero para saldar la factura. Yo estaba ya en esos años acostumbrado a que nadie te daba nada si no lo pagabas antes y por eso me hacía gracia esa confianza mutua, que a la larga es la mejor para fidelizar a los clientes. Cuando ya daba por cerrado el negocia, el del Royo todavía tenía tiempo para tomarse una cerveza en el bar con algún que otro parroquiano. Y se iba al bar sin recoger. Dejaba todo en los mostradores de madera y cuando volvía si no tenía más clientes recogía y se iba. Yo creo que en el fondo sabía que el olmo era el mejor guardián de su negocio, que para eso era de confianza, de la confianza de todos los que se acercaban a sus dominios.