No llegó con un pan, él vino al mundo con una sonrisa debajo del brazo. Y en cuanto tuvo uso de razón izó en su ventana la bandera de la humildad, y convirtió su humanidad en el blasón permanente de su vida. Fue un hombre bueno, pero en el sentido bueno de la palabra bueno. Quiero decir que se alimentaba, y nos alimentaba, de esa bondad que nace en el alma. Una bondad que no necesita excesivos cuidados, a la que no hay que arrancarle hierbas ni rociarla con abono. La de Gildo era una bondad tan sincera que daba excelentes cosechas todos los veranos al amparo del rincón, ese pequeño espacio al que hombres como él, y como Tasio, y como Jesús, le dieron dimensiones enormes de hospitalidad y lo convirtieron en un eterno albergue familiar, al que muchas veces acudíamos refugiados del sol y amantes del café de media tarde. En ese rincón yo tenía la certeza, y la sigo teniendo, de que siempre estás al abrigo del cierzo y a cubierto de lluvias intempestivas y de temporales tormentosos.
Desde que aparecía montado en su sonrisa, en su misma silla se sentaban la modestia y la gratitud. Casi nadie recuerda su nombre completo, porque nadie lo usaba y él tampoco lo necesitaba. Era simplemente El Gildo. Era El Gildo para los vecinos, los amigos, los conocidos e incluso era El Gildo para la familia. Y era curioso, parecía que se acortaba el nombre para destacar más su grandeza. Como tantos en aquellos años, las circunstancias le obligaron a ser un hombre hecho a sí mismo y él lo llevó a rajatabla. Unas veces por carácter, y otras porque la vida le obligó a superar la adversidad. Eso sí, siempre con la sonrisa como tarjeta de visita para ir allá donde la vida quiso llevarlo. Cuando las goteras de la escasez comenzaron a entrar por el tejado, él salió por la puerta con Julia, Gerardo y Félix y un atillo lleno de dudas e incertidumbres agarrado con fuerza en la mano. Se buscó la vida y en el camino obtuvo recompensas con las que a veces se premia el esfuerzo y el sacrificio. Se fue a buscar mundo pero en su brújula había una flecha que siempre apuntaba al mismo sitio. Blacos era el norte de su vida y allí volvió siempre que pudo, y en la alegría que mostraba en cada bienvenida se leía sin error la felicidad por el reencuentro. Blacos daba forma cada año a un hombre apacible, cordial y amigo de todo el que se le acercaba.
Daba la sensación de que disfrutaba de cada minuto que tenía por delante, sobre todo cuando su sonrisa abría las ventanas de par en par en esas noches de luna fresca en las que hasta la brisa se acunaba en las ramas del olmo o se sentaba en las hojas de las acacias para ser testigo privilegiada de esa hora en la que oficiaba La Carmen. Era la Reina Madre de aquel akelarre de humor en el que El Gildo daba ejemplo, y veíamos correr sus lágrimas por las mejillas y después a él correr hacía el baño para hacer honor a esa frase de "mearse de risa". Era el presidente del Casino de la Risa del Rincón.
Antes, todas las mañanas y buena parte de las tardes después de la siesta y el culebrón, las dedicaba a medir con sus pasos una plaza en la que ya había marcado su huella como se hace con el DNI de la vida. Eran paseos cortos y repetitivos, que siempre reflejaban una enorme fuerza de voluntad y otras veces el más puro amor propio para superar los obstáculos que se encontraba por el camino. Entre mañanas y veladas del chiste, siempre había tiempo para esas interminables partidas de guiñote o brisca, que llegaban a un punto sin retorno en el que casi nadie sabía quién ganaba o quién perdía, si alguna vez había alguien que perdía en esas timbas de amigos. Era imposible saber el resultado, y menos si lo querías encontrar en la cara del Gildo. Él siempre se reía, se reía hasta de la suerte de las cartas de esas tardes eterna de los agostos de su pueblo, Blacos.
Pero en los últimos días su sonrisa eterna se fue apagando hasta convertirse en una mueca resignada, en un breve apunte de su ya frágil historia. Ya no paseaba por la plaza y no porque se la supiera de memoria. No paseaba porque ya no era necesario. Esa plaza amiga, vecina, confidente y compañera, se había grabado con letras de oro las huellas imborrables de su amigo Gildo. Pero también dejó de pasear porque se había quedado sin fuerzas para visitar a esa amiga tan cercana. De repente la raya que separa las boca-canales se había convertido en un muro infranqueable. A este lado del cemento, él se quedaba aislado en su rincón. Desde allí se conformaba con mirar sentado en una silla o en el banco, los dos fieles testigos de una vida tan larga como amistosa y humana. El Gildo de este verano miraba ya todo con ojos de ida, porque él sabía que esta vida es un viaje para el que nunca se puede sacar billete de vuelta. Intuía que la última estación estaba al otro lado de la plaza, esa plaza inmensa en su casi un siglo de relación. Lo sabía él, lo sabía Júlia, lo sabía Gerardo, lo sabía Isabel y lo sabían todos a los que se les encogió el corazón y se les hizo un nudo en la garganta el día de la despedida.
Todos ellos sabían que ya no existía un "hasta el año que viene". La voz de Gildo estaba ya dormida y la de Julia ahogada en un mar de lágrimas. Era una despedida, la última despedida. Gildo ya no tenía sonrisa. Pero ahora seguro que la ha recuperado para darle un poco de luz a ese viaje oscuro y lóbrego para el que no hay billete de vuelta. Hasta siempre amigo, adiós Gildo.
Desde que aparecía montado en su sonrisa, en su misma silla se sentaban la modestia y la gratitud. Casi nadie recuerda su nombre completo, porque nadie lo usaba y él tampoco lo necesitaba. Era simplemente El Gildo. Era El Gildo para los vecinos, los amigos, los conocidos e incluso era El Gildo para la familia. Y era curioso, parecía que se acortaba el nombre para destacar más su grandeza. Como tantos en aquellos años, las circunstancias le obligaron a ser un hombre hecho a sí mismo y él lo llevó a rajatabla. Unas veces por carácter, y otras porque la vida le obligó a superar la adversidad. Eso sí, siempre con la sonrisa como tarjeta de visita para ir allá donde la vida quiso llevarlo. Cuando las goteras de la escasez comenzaron a entrar por el tejado, él salió por la puerta con Julia, Gerardo y Félix y un atillo lleno de dudas e incertidumbres agarrado con fuerza en la mano. Se buscó la vida y en el camino obtuvo recompensas con las que a veces se premia el esfuerzo y el sacrificio. Se fue a buscar mundo pero en su brújula había una flecha que siempre apuntaba al mismo sitio. Blacos era el norte de su vida y allí volvió siempre que pudo, y en la alegría que mostraba en cada bienvenida se leía sin error la felicidad por el reencuentro. Blacos daba forma cada año a un hombre apacible, cordial y amigo de todo el que se le acercaba.
Daba la sensación de que disfrutaba de cada minuto que tenía por delante, sobre todo cuando su sonrisa abría las ventanas de par en par en esas noches de luna fresca en las que hasta la brisa se acunaba en las ramas del olmo o se sentaba en las hojas de las acacias para ser testigo privilegiada de esa hora en la que oficiaba La Carmen. Era la Reina Madre de aquel akelarre de humor en el que El Gildo daba ejemplo, y veíamos correr sus lágrimas por las mejillas y después a él correr hacía el baño para hacer honor a esa frase de "mearse de risa". Era el presidente del Casino de la Risa del Rincón.
Antes, todas las mañanas y buena parte de las tardes después de la siesta y el culebrón, las dedicaba a medir con sus pasos una plaza en la que ya había marcado su huella como se hace con el DNI de la vida. Eran paseos cortos y repetitivos, que siempre reflejaban una enorme fuerza de voluntad y otras veces el más puro amor propio para superar los obstáculos que se encontraba por el camino. Entre mañanas y veladas del chiste, siempre había tiempo para esas interminables partidas de guiñote o brisca, que llegaban a un punto sin retorno en el que casi nadie sabía quién ganaba o quién perdía, si alguna vez había alguien que perdía en esas timbas de amigos. Era imposible saber el resultado, y menos si lo querías encontrar en la cara del Gildo. Él siempre se reía, se reía hasta de la suerte de las cartas de esas tardes eterna de los agostos de su pueblo, Blacos.
Pero en los últimos días su sonrisa eterna se fue apagando hasta convertirse en una mueca resignada, en un breve apunte de su ya frágil historia. Ya no paseaba por la plaza y no porque se la supiera de memoria. No paseaba porque ya no era necesario. Esa plaza amiga, vecina, confidente y compañera, se había grabado con letras de oro las huellas imborrables de su amigo Gildo. Pero también dejó de pasear porque se había quedado sin fuerzas para visitar a esa amiga tan cercana. De repente la raya que separa las boca-canales se había convertido en un muro infranqueable. A este lado del cemento, él se quedaba aislado en su rincón. Desde allí se conformaba con mirar sentado en una silla o en el banco, los dos fieles testigos de una vida tan larga como amistosa y humana. El Gildo de este verano miraba ya todo con ojos de ida, porque él sabía que esta vida es un viaje para el que nunca se puede sacar billete de vuelta. Intuía que la última estación estaba al otro lado de la plaza, esa plaza inmensa en su casi un siglo de relación. Lo sabía él, lo sabía Júlia, lo sabía Gerardo, lo sabía Isabel y lo sabían todos a los que se les encogió el corazón y se les hizo un nudo en la garganta el día de la despedida.
Todos ellos sabían que ya no existía un "hasta el año que viene". La voz de Gildo estaba ya dormida y la de Julia ahogada en un mar de lágrimas. Era una despedida, la última despedida. Gildo ya no tenía sonrisa. Pero ahora seguro que la ha recuperado para darle un poco de luz a ese viaje oscuro y lóbrego para el que no hay billete de vuelta. Hasta siempre amigo, adiós Gildo.