En estas fechas otoñales, o postveraniegas, te acercas a Blacos, te das un paseo por sus calles, buceas hasta en los más pequeños rincones y... lo más fácil es que vuelvas a casa si haber intercambiado ni un simple saludo. Y más allá de una mayor o menor educación, esa situación se produce simplemente porque no has visto a nadie. Usando los poemas de mi viejo amigo Joaquín Sabina, Blacos a estas alturas del año es un cuadro de desolado paisaje. El silencio espeso ha cubierto con su manto hasta el más leve murmullo, y a veces las ráfagas de aire se convierten en huracanes tropicales, y un simple ladrido de un perro o un maullido de cualquier gato llena el entorno de estridencias ensordecedoras. El desolado paisaje se va de boda con la quietud más absoluta. Una tranquilidad que al poco tiempo se convierte en algo excesivo, en una negación incluso de la mayor de las soledades. Y es que, vuelvo a Sabina, la soledad casi nunca sabe estar sola. Y quizás por eso el paisaje acaba siendo abrumador, agobiante, el nihilismo más absoluto en un pueblo que conoce horas de tumulto y rincones hasta la bandera. Son las dos caras de una moneda que lanzas al aire con la seguridad de que a partir de finales de octubre o principios de noviembre, siempre sale cruz. Da lo mismo la fuerza con la que la empujes al aire, o las vueltas que le hagas dar girando tus dedos al lanzarla. Siempre sale cruz. Y por eso tiene, al menos para mí, un enorme valor ese grupo de personas que se resiste a darle la razón a la moneda. Esos pocos más de 20 0 30 que se resisten a que el desolado paisaje temporal se convierta en un desierto definitivo. Y en el mismo sentido dejan de tener esa importancia quienes están más de cerca de, a la hora de dormir, acostarse sobre la almohada del abandono que de levantarse y abrir las ventanas a la vecindad, la charla y la amistad compartida. La soledad es mala, muy mala, cuando no hay otra opción. Pero es peor la soledad que huye de manera voluntaria de cualquier compañía que le tiende la mano para dar una vuelta por el desolado paisaje. Son dos soledades que pueden parecer lo mismo, pero no tienen nada que ver. La primera se impone, la segunda se elige. Y en esa diferencia se retratan muchas cosas. En primer lugar la forma de ser, en segundo la forma de pensar, y en tercero la forma en la que se quiere vivir. La forma de ser es difícil de cambiar, pero las otras dos con un poco de entrenamiento se pueden moldear. Pero para eso hay que querer. Y siguiendo con Sabina, él quería. Y por eso dice “busco acaso un encuentro que me ilumine el día, y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden”
“Vivo en el número 7 de la calle Melancolía. Quiero mudarme hace años al barrio de la Alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía”.
Un tranvía, digo yo, que pasa todas las mañana por Blacos y en sus asientos ofrece la posibilidad de cambiar de barrio. Abandonar el desolado paisaje y transitar por las calles de la compañía. Y este viaje no es tanto de número como de voluntad, y ahí es donde está la clave. Yo muchas veces para escribir en esta página hago lo que dice la canción, “trepo por los recuerdos de Blacos como una enredadera, porque si quiero encontrar su historia ya sé donde está”
La historia de un pueblo es su partida de nacimiento, pero es también la leyenda permanente en los recuerdos que cada uno tenga de ese pueblo dentro de un año o dentro de un siglo.
Muchas veces no nos damos cuenta, pero con ese aislamiento, con esa distancia, con esa desidia, con ese desprecio… lo que hacemos es dejar de escribir las páginas de esa esquela eterna de Blacos. Está bien recordar a los que se van para que no se olvide de ellos la posteridad, pero está todavía mejor que los que se quedan intenten huir del desolado paisaje.
“Vivo en el número 7 de la calle Melancolía. Quiero mudarme hace años al barrio de la Alegría, pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía”.
Un tranvía, digo yo, que pasa todas las mañana por Blacos y en sus asientos ofrece la posibilidad de cambiar de barrio. Abandonar el desolado paisaje y transitar por las calles de la compañía. Y este viaje no es tanto de número como de voluntad, y ahí es donde está la clave. Yo muchas veces para escribir en esta página hago lo que dice la canción, “trepo por los recuerdos de Blacos como una enredadera, porque si quiero encontrar su historia ya sé donde está”
La historia de un pueblo es su partida de nacimiento, pero es también la leyenda permanente en los recuerdos que cada uno tenga de ese pueblo dentro de un año o dentro de un siglo.
Muchas veces no nos damos cuenta, pero con ese aislamiento, con esa distancia, con esa desidia, con ese desprecio… lo que hacemos es dejar de escribir las páginas de esa esquela eterna de Blacos. Está bien recordar a los que se van para que no se olvide de ellos la posteridad, pero está todavía mejor que los que se quedan intenten huir del desolado paisaje.