Seguro que lo he dicho alguna vez, pero por si acaso. Reconozco que me gustaría hablar de las tradiciones de Blacos, pero no soy capaz porque las pocas que conozco son de oídas y por tanto muy distorsionadas y con pocos argumentos para enhebrar un relato entretenido. Me gustaría contar la historia de las carboneras del Carrascal pero no soy capaz. Me gustaría contar la historia de la cueva Marimiércoles y de ese pasadizo de leyenda que, según algunos, nacía en la entrada de la cueva en Blacos y acaba en Muriel Viejo, y que es así porque una vez una vaca entró por un lado y salió por el otro. O escribir sobre los legendarios habitantes de esta cueva, el maquis. El maquis, y esto no es leyenda, eran grupos de guerrilleros republicanos llenos de ideales y escasos de armas, que pasaron la frontera de Francia con el deseo de derrocar la dictadura franquista. Su sueño de conquista se limitó al norte fronterizo. Nació en Cantabria y sobre todo en Asturias y murió en las cunetas de sus carreteras o entre los barrotes de sus cárceles. No llegaron mucho más allá, así que es improbable que viajaran hasta la cueva Marimiércoles.
Pero sí me voy a atrever a hablar de otra tradición, aunque también la tengo idealizada entre las telarañas de mis recuerdos. Y es que un año en Nochebuena asistí a la Misa del Gallo en nuestra iglesia parroquial. Era una noche entrañable sobre todo porque ponía un paréntesis a la soledad en la que habitualmente nos movíamos la teniente O´Neill y yo. En Navidad volvían mis hermanos de donde quiera que estuvieran y la casa se llenaba de alegría. Pasábamos de una familia monoparental a una familia numerosa. Después de una cena menos frugal que de costumbre, nos fuimos a la iglesia. Y mi primer recuerdo es la alegría interior que sentí al verla tan iluminada. Había muchas luces, incluso lámparas de esas que parecen un racimo de pétalos de rosa, pero en lugar de capullos tenían bombillas. Más tarde descubrí que los capullos no tienen que estar necesariamente entre las hojas de las flores. La iglesia con su espléndida iluminación se mostraba acogedora y cálida. Y lo de cálida es importante en esos diciembres polares. También recuerdo que estaba llena y se oía un murmullo que sólo se escuchaba en los días especiales de celebración. También me acuerdo que uno de los protagonistas era Eusebio, que por entonces era el pastor del padre de la luisa y más tarde lo fue de Victoria y Federico. Eusebio iba vestido de pastor, pero no con su traje de trabajo diario, sino con un modelo de gala del que sólo me acuerdo que llevaba una piel de oveja y un zurrón. Me acuerdo de que el cura iba vestido con su mejor casulla, y que enseguida se subió al pulpito y se desgañitó desde las alturas con un sermón de alto estanding. Ni sé ni me acuerdo de nada de lo que dijo, pero entre los parroquianos había un murmullo continuo que replicaba a sus palabras, aunque tampoco recuerdo si era de aceptación o de desagrado. Sí quiero recordar que fue un sermón de verdad, en el que hizo un repaso, uno a uno, de todos los pecados que se podían cometer o que habíamos cometido ya los que le escuchábamos. Vamos, en resumen, que lo que para los oyentes era una bronca en toda regla para el cura debía ser un pasaporte eclesiástico para conseguir metas más celestiales. No recuerdo quien era el cura, pero no creo que fuera Don José, que era un párroco moderno y enrollado y no le iba mucho lo de flagelar a los feligreses. Y además no tenía nada que ver con Don Pepito. La misa duró una eternidad. Y a la salida, como al día siguiente era fiesta, nuestros padres y mayores se quedaron un rato charlando dentro y en el patio de la Iglesia. Para los de mi edad aquello era una aventura impresionante. A esas horas en la calle, contentos y sin que nadie nos echara la bronca por hacer lo que estuviéramos haciendo. Puede que el sermón del cura y la espiritualidad del momento ablandara corazones y los llenara de ese espíritu navideño tan dado a la bondad y tan alejado del rencor. Fue algo mágico. Creo que no lo volví a vivir nunca ni en el pueblo ni fuera de él. En Blacos porque creo que nunca más hubo otra misa igual, y lejos de Blacos porque jamás busque sitio alguno en el que hubiera misa a esas horas. Es probable que alguien con mejor memoria se acuerde de esa noche. Probablemente ese viejo molinero que hace tiempo que no se acerca a esta página, sea capaz de decirnos a qué olía la iglesia y que villancicos se cantaron. Yo me lo podría inventar pero entonces no hablaría de tradiciones y caería en ese afán novelesco que me persigue cada vez que me siento a escribir. Ahí lo dejo. En Blacos yo asistí a una Misa del Gallo, y eso no está al alcance de cualquiera. No lo vivieron ni siquiera esos maquis que poblaban con sus sueños la cueva de Marimiércoles.
Pero sí me voy a atrever a hablar de otra tradición, aunque también la tengo idealizada entre las telarañas de mis recuerdos. Y es que un año en Nochebuena asistí a la Misa del Gallo en nuestra iglesia parroquial. Era una noche entrañable sobre todo porque ponía un paréntesis a la soledad en la que habitualmente nos movíamos la teniente O´Neill y yo. En Navidad volvían mis hermanos de donde quiera que estuvieran y la casa se llenaba de alegría. Pasábamos de una familia monoparental a una familia numerosa. Después de una cena menos frugal que de costumbre, nos fuimos a la iglesia. Y mi primer recuerdo es la alegría interior que sentí al verla tan iluminada. Había muchas luces, incluso lámparas de esas que parecen un racimo de pétalos de rosa, pero en lugar de capullos tenían bombillas. Más tarde descubrí que los capullos no tienen que estar necesariamente entre las hojas de las flores. La iglesia con su espléndida iluminación se mostraba acogedora y cálida. Y lo de cálida es importante en esos diciembres polares. También recuerdo que estaba llena y se oía un murmullo que sólo se escuchaba en los días especiales de celebración. También me acuerdo que uno de los protagonistas era Eusebio, que por entonces era el pastor del padre de la luisa y más tarde lo fue de Victoria y Federico. Eusebio iba vestido de pastor, pero no con su traje de trabajo diario, sino con un modelo de gala del que sólo me acuerdo que llevaba una piel de oveja y un zurrón. Me acuerdo de que el cura iba vestido con su mejor casulla, y que enseguida se subió al pulpito y se desgañitó desde las alturas con un sermón de alto estanding. Ni sé ni me acuerdo de nada de lo que dijo, pero entre los parroquianos había un murmullo continuo que replicaba a sus palabras, aunque tampoco recuerdo si era de aceptación o de desagrado. Sí quiero recordar que fue un sermón de verdad, en el que hizo un repaso, uno a uno, de todos los pecados que se podían cometer o que habíamos cometido ya los que le escuchábamos. Vamos, en resumen, que lo que para los oyentes era una bronca en toda regla para el cura debía ser un pasaporte eclesiástico para conseguir metas más celestiales. No recuerdo quien era el cura, pero no creo que fuera Don José, que era un párroco moderno y enrollado y no le iba mucho lo de flagelar a los feligreses. Y además no tenía nada que ver con Don Pepito. La misa duró una eternidad. Y a la salida, como al día siguiente era fiesta, nuestros padres y mayores se quedaron un rato charlando dentro y en el patio de la Iglesia. Para los de mi edad aquello era una aventura impresionante. A esas horas en la calle, contentos y sin que nadie nos echara la bronca por hacer lo que estuviéramos haciendo. Puede que el sermón del cura y la espiritualidad del momento ablandara corazones y los llenara de ese espíritu navideño tan dado a la bondad y tan alejado del rencor. Fue algo mágico. Creo que no lo volví a vivir nunca ni en el pueblo ni fuera de él. En Blacos porque creo que nunca más hubo otra misa igual, y lejos de Blacos porque jamás busque sitio alguno en el que hubiera misa a esas horas. Es probable que alguien con mejor memoria se acuerde de esa noche. Probablemente ese viejo molinero que hace tiempo que no se acerca a esta página, sea capaz de decirnos a qué olía la iglesia y que villancicos se cantaron. Yo me lo podría inventar pero entonces no hablaría de tradiciones y caería en ese afán novelesco que me persigue cada vez que me siento a escribir. Ahí lo dejo. En Blacos yo asistí a una Misa del Gallo, y eso no está al alcance de cualquiera. No lo vivieron ni siquiera esos maquis que poblaban con sus sueños la cueva de Marimiércoles.