Otra de bellotas
Debía estar a punto de llegar el verano, porque recuerdo que eran siempre días cálidos y soleados. En la escuela de mis años en Blacos se hacían como mucho tres excursiones. La primera antes de Navidad a la Dehesa para recoger musgo para el belén. La segunda el día de Jueves Lardero, a merendar detrás de la ermita. Y la tercera al sol del Carrascal a conocer el proceso reproductivo de las bellotas. Tampoco nos alejábamos mucho del pueblo, porque la señorita tenía miedo a perderse, y eso a pesar de que llevaba guías expertos del mapa del pastoreo y de las labores agrícolas. Allí mismo, nada más subir la cuesta camino de Abioncillo, la señorita Beatriz intentaba con poco éxito explicarnos la importancia de las bellotas para la cadena alimenticia, sobre todo de los cerdos que criábamos en los cortes o en el corral. La mayoría, entre los que me incluyo, no le hacíamos ni puñetero caso, algo por cierto que era habitual a lo largo de todo el curso. Lo que más nos interesaba de las bellotas era su sabor cuando nos las comíamos. Su origen histórico, su arraigo en la flora autóctona y su importancia cinegética nos la traía al pairo. Preferíamos dejar volar nuestra imaginación y mirando hacia la Villa recreábamos heroicas batallas en las que siempre poníamos a Almanzor a los pies de los caballos. Bueno tampoco tengo claro que a esas alturas supiéramos quien había sido Almanzor. Lo único que habíamos oído es que el caudillo árabe en su paso por la Villa durmió en una cama que tenía en su casa la Sacra y que alguien lo envenenó y se fue a morir a Caracena. De ahí el nombre del pueblo. Y luego dicen que los sorianos no tenemos sentido del humor. Así que habíamos oído algo de las batallas en Calatañazor y eso era suficiente para escribir el guión más aguerrido y trepidante en una tarde de sol y siesta. Con la tripa llena de bellotas, con la cabeza calenturienta por las gestas y con el cuerpo agujereado de flechas y ballestas, la señorita nos llevaba un poco más allá y nos enseñaba una carbonera, otra muestra del duro trabajo de nuestros mayores y de la búsqueda de actividades de subsistencia en esa economía doméstica y casi siempre rozando la autosuficiencia. No quedaba otro remedio en aquellos años de apagón laboral, que era como se conocía entonces lo que ahora se define como crisis y como reforma laboral. Nada de esto nos lo explicaban entonces ni tampoco nos interesaba en exceso. Éramos niños y la carbonera era una mancha negra en la alfombra verde o gris del carrascal. Un terreno yermo después de haber sido un foco abundante de producción de carbón y cisco. A mí esa mancha no me decía nada, y algunos, con mucha imaginación creían recordar que las habían visitado cuando iban a llevar a sus padres y abuelos la comida o la cena. Las carboneras debían estar siempre encendidas y por eso los turnos eran de 24 horas, todas, las 24, sin derecho a 20 minutos para el café o los diez minutos para descansar la vista abrasada por la luz de las llamas. Eso para nuestros carboneros no dejaba de ser una tontería. La verdad es que yo nunca supe leer la importancia ni de las bellotas ni de las carboneras. Siempre me han gustado más las batallas legendarias que los trabajos intensivos. Es lo que tiene dejarse llevar por la imaginación en lugar de aprender las lecciones de la vida. Lo mejor, el sabor de las bellotas.
Debía estar a punto de llegar el verano, porque recuerdo que eran siempre días cálidos y soleados. En la escuela de mis años en Blacos se hacían como mucho tres excursiones. La primera antes de Navidad a la Dehesa para recoger musgo para el belén. La segunda el día de Jueves Lardero, a merendar detrás de la ermita. Y la tercera al sol del Carrascal a conocer el proceso reproductivo de las bellotas. Tampoco nos alejábamos mucho del pueblo, porque la señorita tenía miedo a perderse, y eso a pesar de que llevaba guías expertos del mapa del pastoreo y de las labores agrícolas. Allí mismo, nada más subir la cuesta camino de Abioncillo, la señorita Beatriz intentaba con poco éxito explicarnos la importancia de las bellotas para la cadena alimenticia, sobre todo de los cerdos que criábamos en los cortes o en el corral. La mayoría, entre los que me incluyo, no le hacíamos ni puñetero caso, algo por cierto que era habitual a lo largo de todo el curso. Lo que más nos interesaba de las bellotas era su sabor cuando nos las comíamos. Su origen histórico, su arraigo en la flora autóctona y su importancia cinegética nos la traía al pairo. Preferíamos dejar volar nuestra imaginación y mirando hacia la Villa recreábamos heroicas batallas en las que siempre poníamos a Almanzor a los pies de los caballos. Bueno tampoco tengo claro que a esas alturas supiéramos quien había sido Almanzor. Lo único que habíamos oído es que el caudillo árabe en su paso por la Villa durmió en una cama que tenía en su casa la Sacra y que alguien lo envenenó y se fue a morir a Caracena. De ahí el nombre del pueblo. Y luego dicen que los sorianos no tenemos sentido del humor. Así que habíamos oído algo de las batallas en Calatañazor y eso era suficiente para escribir el guión más aguerrido y trepidante en una tarde de sol y siesta. Con la tripa llena de bellotas, con la cabeza calenturienta por las gestas y con el cuerpo agujereado de flechas y ballestas, la señorita nos llevaba un poco más allá y nos enseñaba una carbonera, otra muestra del duro trabajo de nuestros mayores y de la búsqueda de actividades de subsistencia en esa economía doméstica y casi siempre rozando la autosuficiencia. No quedaba otro remedio en aquellos años de apagón laboral, que era como se conocía entonces lo que ahora se define como crisis y como reforma laboral. Nada de esto nos lo explicaban entonces ni tampoco nos interesaba en exceso. Éramos niños y la carbonera era una mancha negra en la alfombra verde o gris del carrascal. Un terreno yermo después de haber sido un foco abundante de producción de carbón y cisco. A mí esa mancha no me decía nada, y algunos, con mucha imaginación creían recordar que las habían visitado cuando iban a llevar a sus padres y abuelos la comida o la cena. Las carboneras debían estar siempre encendidas y por eso los turnos eran de 24 horas, todas, las 24, sin derecho a 20 minutos para el café o los diez minutos para descansar la vista abrasada por la luz de las llamas. Eso para nuestros carboneros no dejaba de ser una tontería. La verdad es que yo nunca supe leer la importancia ni de las bellotas ni de las carboneras. Siempre me han gustado más las batallas legendarias que los trabajos intensivos. Es lo que tiene dejarse llevar por la imaginación en lugar de aprender las lecciones de la vida. Lo mejor, el sabor de las bellotas.