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BLACOS: Titulo: El comienzo del exilio...

Titulo: El comienzo del exilio

El chorro de la fuente al chocar con la boca del botijo, y ayudado por el murmullo del río, conseguían amortiguar mis sollozos. Era tan grande mi desolación que las lágrimas que resbalaban por mis mejillas aumentaban el caudal de la poza de la fuente. Hacía tiempo que la teniente O´Neill había decidido que nos íbamos a vivir a Pamplona. Yo odiaba la ciudad, cualquier ciudad por pequeña que fuera. No entendía porque tenía que abandonar mi paraíso de Blacos, donde tenía mi vida, mi casa, mis amigos y mi propio espacio, para que me engullera una ciudad en la que todo era compartido, todo era anónimo y nada de lo que me ofrecía podía sustituir ese pequeño rincón que me había visto nacer. En Blacos jugaba con la bici, corría los terreros, iba a una escuela en la que conocía a todos, el cura era mi amigo, podía jugar en plena calle sin miedo a los coches, tenía un campo de hierba inmenso donde hacía muñecos de nieve en invierno y cazaba moscones con un bote en verano. Allí mismo jugaba al fútbol o me montaba en los trillos. Y mi casa era grande, con sitios para jugar y esconderme, con un lugar en el que guardar mi bicicleta, manca después de un terrible accidente. Tenía mi propia choza donde asaba patatas con Alberto, Alfonso y Emilio. Tenía tantas cosas… Y a cambio me ofrecían un piso de ochenta metros, donde no podía guardar mi bici, ni los guijarros que coleccionaba. Tenía que ir a una escuela en la que no conocía a nadie, tenía unos maestros que no me ensañaban nada, el cura ya no era mi amigo. Y lo peor de todo, tenía que ir siempre vestido de domingo, con mucho cuidado para no manchar la ropa. Y por el único sitio que podía correr era por la acera de mi calle, llena de baches y de gente enfadada y desconocida. Lo único verde que había eran algunos jardines, que además estaba prohibido pisar. Ni siquiera me quedaba el consuelo de ir todos los días a la fuente a llenar el botijo. En la ciudad el agua salía de un grifo que estaba en la misma cocina. Y así no había formar de tener aventuras. Lo de los terreros era un sueño, porque en la ciudad no había tierra, todo era cemento y alquitrán. Ah! Y por si fuera poco… En Blacos iba, por ejemplo a la casa de la tía Antonia, y me daba pan y chocolate, y me lo comía como en mi casa. En la ciudad no. Cuando mi madre me llevaba a casa de sus amigas y me ofrecían galletas o algún dulce, yo siempre tenía que decir que no. La teniente O´Neill me decía que así demostraba mi buena educación (¿?) Y luego estaban los amigos. Los de Blacos eran unos fenómenos, sin tonterías, prácticos y un poco brutos, pero eran mis amigos de toda la vida. En la ciudad eran un poco raros. El primer amigo que hice cuando le dije mi nombre, le sonaba a chino, y lo escribió encima de la arena de las obras. Me dijo que así se acordaría al día siguiente. Os juro que pensé, y se lo dije después muchas veces, que me pareció un poco tonto. Y más tonto todavía cuando fue a verlo al día siguiente. Esa noche llovió y lo borró todo. Esto a un amigo de Blacos no le pasa en la vida. Va y lo escribe en la corteza del olmo y ahí hubiera durado por lo menos dos siglos.
Y como me veía venir todo esto, cuando llenaba el botijo al lado de Begoña, me vino el bajón como se dice ahora. Y empecé a llora como una magdalena, porque estaba punto de empezar mi exilio. Yo me resistí todo lo que pude. Mi madre se fue a Pamplona a principios de julio y yo no lo hice hasta el 25 de ese mes, y fui porque amenazó con venir a buscarme y coserme a tabanazos y llevarme andando hasta allí y soltarme en medio de un encierro de sanfermines. Llegué y me encontré con todo lo que os he contado y más. Luego hice amigos, encontré un campo para jugar al fútbol, alquilaba una bicicleta en un parque, mi hermano me llevaba a ver a Osasuna cuando venía el Numancia… Y lo más importante, me cambiaron a un colegio decente, que fue una de las mejores cosas que me han pasado en la vida y por eso, estoy seguro, llegué a la universidad.
Pero yo me seguía sintiendo un exiliado. Estaba seguro que ese no era mi lugar. Que yo había nacido en un pueblo y que lo que me gustaba era Blacos. Y esta sensación me duró muchos años. Un verano me dejaron ir sólo al pueblo. En cuanto llegué allí me olvidé de Pamplona. Hasta tal punto que no quería volver. La teniente echó mano de nuevo de galones y llamó a mi tío Cristino para que me llevara a Soria y me metiera en un tren a Pamplona. Dicho y hecho. Otra vez el retorno el éxodo. Mi tío, bien manado me metió en el tren y se fue. Era un tren que al llegar a Castejón se dividía. Unos vagones iban para Zaragoza y otros para Pamplona. ¿Y dónde estaba yo?.. Exacto, en los de Zaragoza. Cuando me di cuenta puse tal cara de miedo que el revisor se fijó y me preguntó que qué me pasaba. Era un tipo espectacular. Me bajó en la siguiente parada, no tengo ni idea dónde era. Habló con el factor y dormí allí en su habitación de la estación, y al día siguiente me embarcó en un tren a Pamplona. Todo gratis. Pero claro os podéis imaginar la que me esperaba. Había llegado un día tarde y nadie sabía dónde estaba. En la estación ya no me esperaba nadie y yo no tenía muy claro como podía ir a casa. Creo que la bronca hizo que todo eso se borrara de mi memoria, porque no me acuerdo de nada de lo que sucedió desde que me bajé del tren hasta casi cuando fui a la mili. Años más tarde todo este disgusto era ya una anécdota. Y yo le decía a mi madre que era el destino, que el destino no quería que yo me fuera de Blacos y que por eso siempre tenía problemas cuando empezaba el viaje. No os cuento lo que me contestó porque estamos en horario infantil.
Y como si fuera un augurio, yo lloraba desconsoladamente al ritmo del agua que salía del caño de la fuente. Sabía lo que me esperaba. Estaba a punto de convertirme en un hijo pródigo, una víctima más de la diáspora que sacudió a nuestros pueblos en las décadas de los 60 y 70. Alguno estaban contentos cuando se iban a la ciudad, yo sólo estaba contento cuando volvía a mi pueblo. Menos mal que con el ruido de la fuente nadie escuchó mis sollozos, bueno sí Begoña, pero creo que nunca se lo ha contado a nadie. Era muy pequeña.