BLACOS: Título: Leocadio. El último verano...

Título: Leocadio. El último verano

Ayer en Blacos el sol barría de manera inclemente todos los pliegues del cemento del patio, y la barbacana en su función defensiva quería aliviarnos el calor con pequeñas ráfagas de aire que también querían rendirse al homenaje a uno de los suyos, que se asomaba a sus muros por última vez, en una despedida tan angustiosa como todas las que se celebran como colofón a una vida, en este caso la de Leocadio. De repente todos sus rincones se llenaron de recuerdos, que aspiran a ser eternos. Como eterno era ese calor que nos recordaba otros veranos en los que el sol estrujaba las espigas de cebada o los granos de trigo en aquellas parvas que él gobernaba con el torrente de su voz y con la energía impetuosa con la que gobernaba cada minuto de su vida. Una energía que lo llevó, cuando estaba ya pisando la frontera del siglo, a pilotar su silla de rueda por los pasillos de su nueva casa. Pero en este último viaje ya no conducía ni pilotaba porque de repente se le caducaron todos los permisos.
A veces el origen del nombre no describe a la persona. Leocadio provine de Leucaedes, habitante de la Isla de las Rosas Blancas. Y no digo yo que su vida haya sido un camino de rosas, pero sí he visto las suficientes espinas para pensar que no lo ha sido. Resulta difícil ser objetivo cuando despides a alguien a través de una prosa que pretende ser elogiosa. Pero es imposible ni siquiera acercarse a esa objetividad cuando hablas de un hombre que ha sido de tu familia, que ha protegido a tu familia y que se ha preocupado por tu familia. Leocadio fue mi primer referente de lo que podía ser un padre, cuando el mío, el de verdad, ya no estaba para enseñarme en qué consistía esa función. La aprendí al lado de un hombre bueno, porque por encima de todo era eso, un hombre bueno de la cabeza a los pies y un hombre honesto a carta cabal. A veces su personalidad se escondía debajo de un esfuerzo denodado por el trabajo, porque pensaba que sólo a través del esfuerzo se podía llegar a otras etapas de comodidad en la vida. Entre los biberones de mi infancia lo recuerdo subido al tejado de mi casa cubriendo de paja los huecos que hacía el agua y ordenando las tejas para disuadir a las goteras. Estaba allí todo el tiempo que fuera necesario, no le importaba la hora ni el sol que caía a plomo sobre su boina. Y así entendía la vida, como un esfuerzo más allá de horarios y de sacrificios. Lo importante era llegar al final. Los obstáculos que le ponía el camino los superaba con una entrega y un esfuerzo que deben reunir un consenso general cuando se piensa en su persona. Es cierto que era visceral en sus comentarios, incluso agresivo en sus posturas, pero tenía la virtud de hacerlo siempre de frente, a pecho descubierto y sin la más mínima entrega a rendiciones halagadoras para el prójimo. En mi casa, siempre que lo necesitábamos estaba ahí, tan desprendido como si fuera la primera vez y con el entusiasmo solidario que sólo nace en los corazones que se alimentan de bondad y cariño. Mucho después de que viera el primer sol en Abioncillo, nacieron movimientos que santificaban el trabajo y el servicio. Pero Leocadio había puesto la primera piedra de estas ideas sin que nadie asistiera a la inauguración. Era vehemente e impulsivo y enseguida despertaba la crítica de los que no querían ir más allá, porque si se profundizaba un poco todo esto se diluía como un azucarillo lejos de cualquier discordia. Lo recuerdo subido en ese tejado al sol, lo recuerdo más tarde alimentando nuestra leñera ante la falta de brazos para hacerlo, lo recuerdo haciendo de maestro de ceremonias en las matanzas de cada invierno, y lo recuerdo sobre todo enfrascado en interminables discusiones con la Teniente O´Neill por cualquiera de estos, u otros motivos. Eran dos espadachines en duelo permanente, pero siempre envainaban sus armas antes de llegar a la sangre. Eran los dos de ideas fijas e imposibles de convencer. Nunca daban su brazo a torcer, ni cuando ya lo tenían torcido desde el primer asalto. Pero la batalla acababa en el último movimiento. Después no había tiempo ni espacio para el rencor o la mezquindad. Porque Leocadio era como esas riadas de invierno, que pueden durar meses o semanas, pero antes o después dan paso a la calma más absoluta. La dedicación a sus trabajos, sólo competía con la biblioteca de su memoria y podía estar horas contando con todo lujo de detalles casi todas las actividades que había llevado a cabo. No fue su vida un camino de rosas, porque todo lo que conseguía era a través de su esfuerzo y el de su familia. Ese camino de la vida no le regaló nunca algunos rincones de descanso, o algunas arboledas de sombras para recuperarse de ese esfuerzo. Peleó siempre, en cualquier campo y contra cualquier enemigo, porque para él la vida no era otra cosa que una pelea diaria. Bueno, y durante muchos años la pelea se trasladaba a la noche, porque en su piara tenían la costumbre de nacer a cualquier hora, sin previo aviso. Y que yo sepa nunca le pillaron desprevenido. Y así un día tras otros, hasta completar un calendario tan intenso como extenso. Y también reconfortarse con que sus esfuerzos habían servido para que su familia no tuviera que aferrarse a ese trabajo tan esclavo y pudiera buscar alternativas menos exigentes en esa senda más de espinas que de rosas, aunque fueran blancas.
Pero yo personalmente me quedó con ese Leocadio entrañable y locuaz, con esos paseos a lo largo de las eras en los que yo siempre era un mero escuchante de sus historias. Me recibía siempre con la frase de que los periodistas no decimos más que mentiras. Era como una manera de decirme " Es mejor que hable yo porque tú eres periodistas y no dices más que mentiras". Yo me lo tomaba al pie de la letra y le dejaba hablar todo lo que quería. Empezaba con esas puyas, seguía con el fútbol, y podía terminar con aquel día que plantando un pino en la Torre mató una culebra de dos metros de larga. Era como si todo el esfuerzo que hizo en su vida, se hubiera transformado ahora en un monólogo eterno. También tengo grabada esa cara de alegría cuando nos visitaba algún verano que otro y me contaba lo bien que estaba en la residencia de Quintana. Yo no se lo dije nunca, pero pensaba que Leocadio podía estar bien en cualquier sitio porque es un hombre que se adaptaba a cualquier circunstancia. Por eso ahora se adaptará como nadie a esos paseos por las eras celestiales, donde a la vuelta de cualquier rincón le esperará su amigo Daniel para enseñarle los secretos de su nueva residencia. Seguro que le dice que sí, que ahora sí van a transitar por la Isla de las Rosas Blancas... sin espinas. Hasta siempre primo, Hasta siempre Leocadio.