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BLACOS: Título: Sixto " la sonrisa amiga"...

Título: Sixto " la sonrisa amiga"

Hola, Sixto, ¿Qué tal te va? Todavía no has terminado de doblar la esquina y a nosotros nos has dejado sobrecogidos por la impresión, compungidos por el dolor y en la soledad más huérfana que te puedes imaginar. Y aún así no es ni siquiera una décima de todo el dolor que vimos concentrado ayer en Blacos, en esa hora maldita en la que decidiste buscar otros horizontes. Es difícil encontrar las palabras justas para expresarte las imágenes de la iglesia primero y del cementerio después. Caras agotadas por la tensión y el cansancio, miradas perdidas en un infinito al que se le pedían explicaciones por otra ausencia que se sumaba a una semana de despedidas. Cabezas mirando al suelo, buscando respuestas a preguntas que nacían ya vencidas por la fatalidad, rostros desencajados, lágrimas furtivas que no se podían contener al otro lado de la vergüenza. Y dolor, mucho dolor. Un dolor que nacía en la intimidad de cada uno y poco a poco arrasaba todos los rincones de las almas que se habían acercado un poco después de que tú comenzaras a desandar el camino. Era un dolor visible, palpable, inmenso. Era un dolor que superaba los límites de un gran corazón, tan grande como el tuyo querido Sixto. Y a veces las lágrimas escondidas se rendían ante sollozos descarnados y torrentes de desesperación por alguien que cuatro días antes estaba allí, a nuestro lado. Y ahora mirabas a izquierda y derecha y notabas un frío que comenzaba a ponerte la carne de gallina en una tarde de calor sofocante. Era la ausencia de esa mano que te agarraba el brazo con la ternura que solo elige a algunos privilegiados. Era echar de menos esa sonrisa amiga que te esperaba en cualquier esquina de Blacos en cualquier momento que se te ocurriera regresar. Bueno últimamente no. Todos habíamos empezado a preocuparnos por esas lagunas de tensión, esos gestos de lejanía y esas miradas de tristeza que reflejaban tu cara cada vez que íbamos a tu encuentro, porque tú llevabas un tiempo que huías de esas reuniones que te empezaban a cansar o de esas comidas que empezaba a ser un poco indigestas. Era difícil a veces sacarte una palabra porque te habías entregado al silencio de la rendición. Nos preocupaba ese paso hacia el vacío y por eso insistíamos una y otra vez. Perdona Sixto si hemos sido pesados pero no nos acostumbrábamos a tus ausencias terrenales. ¿Cómo nos vamos a acostumbra ahora a tu adiós definitivo? Es imposible y además de ser imposible no lo podemos permitir. Habrá un hueco más en nuestros bancos, un hueco de esos que no se puede rellenar con otra presencia. Nos tendremos que acostumbrar a que entre el frío en invierno y nos asole el calor de los veranos. De una u otra forma será un recuerdo permanente. Y cuando el recuerdo es así la ausencia se convierte en una presencia de tranquilidad y esperanza.

Ayer, cuando viajaba a tu último viaje, me paré en una curva del Murallón. En la misma curva que se nos congeló la sonrisa aquel año que bajábamos de Soria y vimos como se quemaba el pinar al lado de Valdefrancos. Te juro Sixto, que he hecho muchos esfuerzos por describir tu cara en ese momento, pero no encuentro las palabras adecuadas. Lo más parecido que puedo hacer es este simil. Te miraba y tenía la seguridad de que en ese momento te estabas quemando por dentro, y nosotros no sabíamos ni podíamos apagar las llamas. A nadie se le escapaba que el campo era tu vida, bueno mejor dicho, el campo era una de tus dos vidas. Viendo la columna de humo parecía que había sido en el siglo pasado cuando nos tirábamos por el suelo en la Dehesa de Soria, pero había pasado poco más de una hora. Después de una noche golfa en las fiestas de la Torre fuiste a buscarnos a Soria con los efluvios frescos de la juerga. Querías comprarte un helado en la Dehesa, pero no te gustaba ninguno porque decías que querías un helado frío, y que todos los que te ofrecía el heladero estaban muy calientes. La verdad es que lo que te quemaba era otra cosa y no los helados. Nosotros no podíamos parar de reírnos y te aseguro que el del puesto de helados nunca jamás se le olvidó tu cara. Estabas resplandeciente, porque la coseha ya estaba en la nave y el campo había sido generoso ese año. Y es que cuando la cosecha era abundante, no hacía otra cosa que compensar tus esfuerzos, tus sacrificios, tu entrega más abnegada. Era una respuesta pródiga a esas noches de insomnio porque no llovía, o a esas horas interminables con la única compañía del tractor y con esos surcos rectilíneos como la estela de tu trabajo más entusiasta. ¿Te acuerdas de esas noches de invierno que teníamos que ir hasta cualquier finca en la que faenabas para recordarte que habíamos quedado para ir a cenar, y tú seguías clavado en el asiento como poseído por el afán de acabar cuanto antes? Nunca era la hora del final porque para ti el trabajo era siempre el principio y el final. Era el círculo mágico en el que te movías como pez en el agua. Salir de ahí era un pequeño ahogo a tu sacrificio. Todo eso y mucho más se podía intuir ayer en las miradas perdidas alrededor de la iglesia. Miradas de gente que había venido de muchos sitios, gente distinta y diferente pero que se habían reunido para compartir el mismo sentimiento de dolor, angustia, tristeza y pena por tu inesperada y prematura despedida. La sonrisa, esa sonrisa amiga, estaba desapareciendo a la vuelta de la esquina y todos nos esforzábamos por retenerla a nuestro lado. Ese tránsito final dolía y dolía mucho a todos, pero en especial a esa familia rota, desconsolada y envuelta en un mar de lágrimas en las que no buscaban consuelo, sólo querían expresar lo desgarradora y lo grandes que es tu ausencia, más grande incluso que tu propio corazón.

También me gustaría que recordaras aquel otro día en el que volvimos a confirmar nuestra amistad. Bueno, lo nuestro era algo más que una amistad. En una habitación de paredes blancas, fría como cualquier consulta de un hospital. Tu hermano Angelito tendido en la cama y rodeado de cables y aparatos de control. El médico acaba de salir por la puerta y nos quedamos solo. Luis, tú y yo, sentado cada uno en una silla. Angustiados y con el sabor amargo de las lágrimas en los labios al escuchar al médico decir que no había mucho más que hacer. Era tu otra vida, la familia, la primera y la principal de tus vidas a la que te agarrabas con más fuerza porque esta vida te llenaba de cariño aunque a veces se atragantaba un poco con las dificultades. No era el primer hospital que recorriste con él, y probablemente tampoco fuera el último. Te negabas al veredicto de la vida, como antes te resistías a que el campo, la cosecha, te diera la espalda. Era tu hermano, tu fiel compañero. Ese vigía que todas las noches dejaba la luz encendida hasta que volvieras a casa. ¿Te acuerdas? Salíamos por la puerta camino de cualquier fiesta y la voz de Angelito sonaba como una letanía: " Sito ponto casa eh". Y tu respuesta tampoco abandonaba el ritual: " Si majo si, vuelvo ponto". Luego volvías a la hora que te daba la gana y tu hermano nunca se daba por vencido. Ayer fueron otros hermanos y familiares los que sucumbieron al dolor más intenso y a la desesperación más absoluta con esa sinceridad que nace desde el cariño más limpio, sin necesidad de abalorios ni aderezos.

Ahora, que has doblado la esquina, vuelves a estar al lado de tus padres y tu hermano. Ya me contarás si te vuelve a decir que vuelvas pronto, pero estoy seguro de que si un día decides salir y dar una vuelta, un paseo por las nubes, no se te olvidará acercarte al bar y comprarle a Angelito una fanta. Pero acuérdate " Sito de aanja eh?. A él cómprale la fanta. A nosotros nos basta con que nos mires con esa sonrisa amiga. Como ves no se nos olvida, seguimos agarrados a los recuerdos, esos mismos recuerdos que te harán vivir con nosotros hasta que nos lo permita la memoria. Hasta siempre amigo. Y si se te ocurre salir, pues eso " Sito ponto a casa eh".