BLACOS: A una amiga...

A una amiga

Hace días que pisas la senda de la vida sin que oigas crujir las hojas secas bajos tus pies. Desde hace días sólo te recibe el silencio del dolor. Hace ya muchos días que en el horizonte de esa senda se ha instalado una oscura soledad. A veces la tela negra cambia de color y se convierte en una pantalla en la que se plasman tus recuerdos. Se dibujan aquellas manos ágiles y abrumadas de cariño que tejían una trenza sobre tu pelo a la que siempre le añadían esos adornos pintureros sobre tu cabeza. Esos colores que te enamoraban y que aún ahora, con el paso de los años, los necesitas columpiándose en tu melena para no sentirte vacía de cariño. Esas pequeñas riñas de la adolescencia rebelde en la que se mezclaba la autoridad de una madre con la seda de sus palabras a la hora de guiarte por los peligros de la vida. Esos ojos desbordados de orgullo por una hija que, casi sin darse cuenta, se había hecho mujer y que, ahora en la cabeza, además de los adornos, tenía un almacén de muebles en perfecto orden para acoger todo lo que le iba a regalar la vida. Y también se dibujaba en la pantalla ese rostro dolorido, esa mirada silente, ese gesto lleno de ausencias de esos días que habían comenzado a ser noches, incluso antes de que despuntara el alba, en un lecho de postración. Son recuerdos, imágenes, verdades que duelen, porque el duelo siempre es dolor y al principio es sobre todo negación. Después de la negación, llega la asunción de un adiós que todos queremos que se quede en un hasta luego. Ahí es cuando se empieza a valorar todo, sobre todo lo bueno. En tu caso estoy seguro que lo bueno es todo, porque con las ausencias lo único que se va es aquello que no queremos que se quede.
Haces balance y en las primeras lágrimas ya descubres que te quedaba mucho por hacer con ella y mucho por decirle, que no se lo habías dicho unas veces por falta de tiempo, otras veces por falta de ganas y otras veces por las dos cosas. Y luego, de repente y sin darte cuenta, llegará ese día en el que compruebas que no te quedó nada por decirle, que las madres saben interpretar hasta nuestros silencios, y que en esos momentos en los tú estabas callada, ella sabía perfectamente todo lo que estabas diciendo. Y es ahí donde empieza a nacer la calma y la tranquilidad. Y después la seguridad de que has hecho todo lo que estaba en tu mano e incluso lo que no estaba y más. Te darás cuenta que ha llegado ese día, cuando las hojas secas vuelvan a crujir bajo tus pies en la senda de la vida. Un abrazo.