Cartas de Amor
La verdad es que ya acudo a esta página con resignación, y sin ninguna esperanza de encontrar algo nuevo, un texto, una fotografía, un suspiro, yo que sé…algo que acabe con la triste rutina. Es como en aquellos años del acné de la adolescencia, en los que todos los días nos acercábamos con impaciencia al buzón del portal con la emoción de encontrar respuesta a esa carta que enviaste hacía ya un tiempo. Habías enviado la vida en un poema y esperabas, al menos, encontrar una señal que calmara el tormento de tu corazón. En el silencio que siempre había entre las escaleras parecía que tus pasos retumbaban y oías perfectamente cómo se aceleraban los latidos cuando comenzabas a girar la llave. Siempre encontrabas el buzón vacío, y un segundo después empezabas a fabricar explicaciones al hecho de no tener una respuesta dentro de un sobre perfumado con un olor que tan bien conocías y tanto te hacía sufrir. La carta no llegaba y ya te habías aprendido de memoria las baldosas que había desde la puerta hasta el buzón, los mensajes que a punta de navaja alguien había escrito en él, e incluso eras capaz de acertar en la ranura de la llave con los ojos cerrados, y sin abrirlos ya sabías si había carta o no. Si había olía a perfume, si no el olor era de herrumbre y de chapa vieja.
Una sensación que también se repetía también algunos veranos de aquellos años en Blacos. Había teléfono público y la primera llamada era para decir que te localizaran, que volvería a llamar dentro de diez minutos. Cuando veías a Prudencio o Catalina (++) subir por la plaza bajera, el corazón te daba un pequeño salto y vivías con angustia el momento hasta que llegaban y decían que te llamaban por teléfono. Cuando decían tu nombre inmediatamente te invadía la emoción. Los diez minutos se hacían eternos y no dejabas de visibilizar una conversación ideal llena de ese perfume embriagador alrededor de una voz aterciopelada y seductora. Bajabas a la cruda realidad cuando al otro lado te hablaba una voz masculina, la de tu hermano, que te decía que venía el sábado y que si había que comprar algo. Bueno, te llevabas un pequeño disgusto, pero esos diez minutos de espera y de suspense habían merecido la pena y no te los quitaba nadie. En realidad había merecido la pena todo, aunque entonces no lo sabías. Esperabas que alguien te llamara porque había alguien que te podía llamar y esto creaba siempre una curiosidad que te obligaba a estar activo y alerta en la espera de esa llamada.
Pues algo parecido, más prosaico y con menos perfume, me pasa con esta página. Escribes, metes el mensaje en una botella, lo lanzas al mar y esperas que alguna vez alguien lo recoja, lo lea, e incluso que conteste. Cuando se producen todos esos pasos, te llevas una pequeña alegría, como la que me he llevado al leer el mensaje de Enrique. Es así de fácil, y es así de fácil porque Blacos siempre tiene alguien que le escriba, aunque no sepas cuándo, dónde ni cómo. Es cuestión de paciencia.
La verdad es que ya acudo a esta página con resignación, y sin ninguna esperanza de encontrar algo nuevo, un texto, una fotografía, un suspiro, yo que sé…algo que acabe con la triste rutina. Es como en aquellos años del acné de la adolescencia, en los que todos los días nos acercábamos con impaciencia al buzón del portal con la emoción de encontrar respuesta a esa carta que enviaste hacía ya un tiempo. Habías enviado la vida en un poema y esperabas, al menos, encontrar una señal que calmara el tormento de tu corazón. En el silencio que siempre había entre las escaleras parecía que tus pasos retumbaban y oías perfectamente cómo se aceleraban los latidos cuando comenzabas a girar la llave. Siempre encontrabas el buzón vacío, y un segundo después empezabas a fabricar explicaciones al hecho de no tener una respuesta dentro de un sobre perfumado con un olor que tan bien conocías y tanto te hacía sufrir. La carta no llegaba y ya te habías aprendido de memoria las baldosas que había desde la puerta hasta el buzón, los mensajes que a punta de navaja alguien había escrito en él, e incluso eras capaz de acertar en la ranura de la llave con los ojos cerrados, y sin abrirlos ya sabías si había carta o no. Si había olía a perfume, si no el olor era de herrumbre y de chapa vieja.
Una sensación que también se repetía también algunos veranos de aquellos años en Blacos. Había teléfono público y la primera llamada era para decir que te localizaran, que volvería a llamar dentro de diez minutos. Cuando veías a Prudencio o Catalina (++) subir por la plaza bajera, el corazón te daba un pequeño salto y vivías con angustia el momento hasta que llegaban y decían que te llamaban por teléfono. Cuando decían tu nombre inmediatamente te invadía la emoción. Los diez minutos se hacían eternos y no dejabas de visibilizar una conversación ideal llena de ese perfume embriagador alrededor de una voz aterciopelada y seductora. Bajabas a la cruda realidad cuando al otro lado te hablaba una voz masculina, la de tu hermano, que te decía que venía el sábado y que si había que comprar algo. Bueno, te llevabas un pequeño disgusto, pero esos diez minutos de espera y de suspense habían merecido la pena y no te los quitaba nadie. En realidad había merecido la pena todo, aunque entonces no lo sabías. Esperabas que alguien te llamara porque había alguien que te podía llamar y esto creaba siempre una curiosidad que te obligaba a estar activo y alerta en la espera de esa llamada.
Pues algo parecido, más prosaico y con menos perfume, me pasa con esta página. Escribes, metes el mensaje en una botella, lo lanzas al mar y esperas que alguna vez alguien lo recoja, lo lea, e incluso que conteste. Cuando se producen todos esos pasos, te llevas una pequeña alegría, como la que me he llevado al leer el mensaje de Enrique. Es así de fácil, y es así de fácil porque Blacos siempre tiene alguien que le escriba, aunque no sepas cuándo, dónde ni cómo. Es cuestión de paciencia.