Nico " la sonrisa eterna"
A mitad de la cuesta levantaba la vista hacia la barbacana del patio. De repente se paraba y su sonrisa eterna nos miraba convertida en un rictus doliente, en la que podíamos leer el esfuerzo que le costaba llegar a la plaza. Desde el patio era fácil oír su respiración entrecortada que contribuía a definir un poco más el calvario por el que pasaba en sus últimos años.
Y quizás no todo era dolor propio, sino que había buena parte de sufrimiento marital en esa mirada que comenzaba a perderse en los horizontes de la sombra. Nicomedes, Nico, hacía ya un tiempo que se dejaba mecer por los vientos sombríos, porque la vida le había mermado ese ímpetu con el que se manejó durante muchos años. Sus ojos, vivos y firmes en otra época, se habían retirado ya al fondo de sus cuencas, en un intento de ver lo más tarde posible lo que siempre acaba por llegar.
Pero esas magulladuras de la vida no me impiden recordar a ese hombre risueño y cordial con el que me encontraba cada verano y nos saludábamos con el cariño que muchas veces se despierta entre dos personas que parecen entenderse. En aquellos años Nico siempre me recordaba a un personaje entrañable de dibujos animados, y recuerdo que alguna vez se lo comenté, y en su respuesta no pudo disimular esa sonrisa eterna que se escondía debajo de un bigote castizo. Se comía la vida sin reservas, disfrutaba de todo y de todos, y además lo hacía con una nobleza digna de elogio. Yo, al menos yo, nunca oí a Nicomedes hablar mal de nadie. No lo hacía ni de esas cuestas que le puso la necesidad y que lo obligó a bajar hasta la playa para buscar lo que no encontraba en la altiplanicie de Blacos. Fue de los primeros de la diáspora y tuvo que echar mano de valor y sacrificio porque además de viajar con la nostalgia, lo hacía con la ausencia de su hijo, Javi, que se quedó en el pueblo mientras su padres tentaban a la fortuna en busca de un futuro más estable. El riesgo no asusta a los valientes y a veces se encuentran con la justicia de una recompensa proporcional al esfuerzo denodado que supone alejarse de sus raíces para buscar vientos más propicios para que puedan crecer sus palantas. Y crecieron, dos, lozanas, fuertes y llenas de vida, e incluso de ese humor a raudales que nos entregan cada vez que tienen oportunidad. La sonrisa eterna de Nicomedes estaba en pleno apogeo y su bigote castizo era incapaz de hacerle sombra. Eran años de disfrutar y supo hacerlo como el que más, pero sin dejar atrás a los que menos. Se fabricó un futuro pegado al otro futuro que lo había llevado de viaje. Y la calle de las petras se llenó de calor y de color con su llegada, y cobró una vida distinta, dinámica e incluso solidaria entre todos los que estaban y entre todos los demás que se nos ocurría pasar por allí.
El carisma de muchas personas se nota en estos detalles, y no hacen falta ni oropeles ni alharacas. Cuando en esas raíces se han cultivado durante toda la vida las buenas hierbas, no hace falta un exceso de riego para que mantengan su vigor durante otras cuántas vidas más. Entonces cuando subía la cuesta de la escuela no se tenía que parar en la mitad a recobrar el aliento. En todo caso dejaba dibujar en su mirada una cierta tristeza abundante de preocupación porque la vida ya no era como antes. Había comenzado a crear rendijas de tristeza que se convertían en dolor lacerado cuando tenía que contemplar a Josefa en una silla de ruedas. Casi siempre los dolores del alma avanzan más rápidos que los del cuerpo, y ya hacía un tiempo en el que el calvario había comenzado a descontar sus estaciones.
Esto no impedía su presencia habitual en Blacos. Pasó probablemente de ser un placer a ser un reto de supervivencia. Una nueva cuesta que añadir a esa vida erosionada y a la que su familia intentaba taponar los huecos que comenzaba a abrir el torrente de la adversidad. La sonrisa eterna era una mueca de circunstancias en esos saludos casi silenciosos, en los que los gestos traducían a la perfección las palabras que no se querían decir porque podían producir más llagas que consuelo en las heridas.
Nicomedes fue uno de esos hombres que puede intentar pasar de puntillas por la vida, pero a los que su personalidad, su carácter y su alegría les obliga a dejar una huella, eterna, como su sonrisa.
La cuesta de la escuela sigue ahí, pero ya no tiene a un escalador que se pare en la mitad para deleitarnos con una sonrisa. Se ha ido el dueño del bigote, pero la sonrisa siempre estará en mi memoria, para esos es eterna.
Hasta siempre Nico.
A mitad de la cuesta levantaba la vista hacia la barbacana del patio. De repente se paraba y su sonrisa eterna nos miraba convertida en un rictus doliente, en la que podíamos leer el esfuerzo que le costaba llegar a la plaza. Desde el patio era fácil oír su respiración entrecortada que contribuía a definir un poco más el calvario por el que pasaba en sus últimos años.
Y quizás no todo era dolor propio, sino que había buena parte de sufrimiento marital en esa mirada que comenzaba a perderse en los horizontes de la sombra. Nicomedes, Nico, hacía ya un tiempo que se dejaba mecer por los vientos sombríos, porque la vida le había mermado ese ímpetu con el que se manejó durante muchos años. Sus ojos, vivos y firmes en otra época, se habían retirado ya al fondo de sus cuencas, en un intento de ver lo más tarde posible lo que siempre acaba por llegar.
Pero esas magulladuras de la vida no me impiden recordar a ese hombre risueño y cordial con el que me encontraba cada verano y nos saludábamos con el cariño que muchas veces se despierta entre dos personas que parecen entenderse. En aquellos años Nico siempre me recordaba a un personaje entrañable de dibujos animados, y recuerdo que alguna vez se lo comenté, y en su respuesta no pudo disimular esa sonrisa eterna que se escondía debajo de un bigote castizo. Se comía la vida sin reservas, disfrutaba de todo y de todos, y además lo hacía con una nobleza digna de elogio. Yo, al menos yo, nunca oí a Nicomedes hablar mal de nadie. No lo hacía ni de esas cuestas que le puso la necesidad y que lo obligó a bajar hasta la playa para buscar lo que no encontraba en la altiplanicie de Blacos. Fue de los primeros de la diáspora y tuvo que echar mano de valor y sacrificio porque además de viajar con la nostalgia, lo hacía con la ausencia de su hijo, Javi, que se quedó en el pueblo mientras su padres tentaban a la fortuna en busca de un futuro más estable. El riesgo no asusta a los valientes y a veces se encuentran con la justicia de una recompensa proporcional al esfuerzo denodado que supone alejarse de sus raíces para buscar vientos más propicios para que puedan crecer sus palantas. Y crecieron, dos, lozanas, fuertes y llenas de vida, e incluso de ese humor a raudales que nos entregan cada vez que tienen oportunidad. La sonrisa eterna de Nicomedes estaba en pleno apogeo y su bigote castizo era incapaz de hacerle sombra. Eran años de disfrutar y supo hacerlo como el que más, pero sin dejar atrás a los que menos. Se fabricó un futuro pegado al otro futuro que lo había llevado de viaje. Y la calle de las petras se llenó de calor y de color con su llegada, y cobró una vida distinta, dinámica e incluso solidaria entre todos los que estaban y entre todos los demás que se nos ocurría pasar por allí.
El carisma de muchas personas se nota en estos detalles, y no hacen falta ni oropeles ni alharacas. Cuando en esas raíces se han cultivado durante toda la vida las buenas hierbas, no hace falta un exceso de riego para que mantengan su vigor durante otras cuántas vidas más. Entonces cuando subía la cuesta de la escuela no se tenía que parar en la mitad a recobrar el aliento. En todo caso dejaba dibujar en su mirada una cierta tristeza abundante de preocupación porque la vida ya no era como antes. Había comenzado a crear rendijas de tristeza que se convertían en dolor lacerado cuando tenía que contemplar a Josefa en una silla de ruedas. Casi siempre los dolores del alma avanzan más rápidos que los del cuerpo, y ya hacía un tiempo en el que el calvario había comenzado a descontar sus estaciones.
Esto no impedía su presencia habitual en Blacos. Pasó probablemente de ser un placer a ser un reto de supervivencia. Una nueva cuesta que añadir a esa vida erosionada y a la que su familia intentaba taponar los huecos que comenzaba a abrir el torrente de la adversidad. La sonrisa eterna era una mueca de circunstancias en esos saludos casi silenciosos, en los que los gestos traducían a la perfección las palabras que no se querían decir porque podían producir más llagas que consuelo en las heridas.
Nicomedes fue uno de esos hombres que puede intentar pasar de puntillas por la vida, pero a los que su personalidad, su carácter y su alegría les obliga a dejar una huella, eterna, como su sonrisa.
La cuesta de la escuela sigue ahí, pero ya no tiene a un escalador que se pare en la mitad para deleitarnos con una sonrisa. Se ha ido el dueño del bigote, pero la sonrisa siempre estará en mi memoria, para esos es eterna.
Hasta siempre Nico.