Luz ahora: 0,09237 €/kWh

BLACOS: El Toril...

El Toril

El toril fue el cuarto de estar en las fiestas de aquellos años en los que el bigote empezaba a dejar de ser una carrera de hormigas para convertirse en algo más alfombrado y espeso. El Toril es otro de esos escenarios de la banda sonora de mi vida, y seguro que de alguno más de mis generaciones. El Toril era una prolongación del viejo ayuntamiento, justo donde ahora aparcan los coches a la sombra del nuevo edificio y en el mismo sitio en el que en la noche festiva del domingo celebramos la cena popular. Al parecer se llamaba toril, porque en años remotos se guardaba un toro y no sé mucho más. Creo recordar que alguien dijo alguna vez que ese toro era el semental de las vacas que durante algunos años hubo en Blacos (esta deducción me ha costado algunas horas). O puede que no.
Lo que sí es cierto es que durante unos años el Toril fue la sede de la peña que hacíamos en las fiestas, que era la única sede temporal que teníamos para aquellos días, y nada más. Lo dividíamos en dos partes, Nada más entrar estaba lo que vendría a ser la barra y la sala de estar de los clientes. Y en la parte de atrás, separado por un seto de ramos bien trenzados, se encontraba el reservado. Que yo recuerde este reservado se distinguía por una austeridad espartana. No había nada para poder sentarse y tampoco había nada que diera luz al recinto (Los que siguen mis textos se habrán dado cuenta ya hace tiempo que teníamos casi una obsesión enfermiza por no gastar lugar en ningún lugar en el que se buscara intimidad). La falta de luz y la leyenda de misterio de la que rodeábamos el lugar hacían que muchos padres y madres se convirtieran en enemigos acérrimos de que sus hijas fueran por allí, e incluso algunos tampoco mostraban precisamente entusiasmo porque sus hijos visitaran nuestro templo. Probablemente la realidad fuera más normal de lo que se podía pensar, pero no seré yo quien rompa la leyenda de misterio de nuestro apartamento de verano) Lo que sí es absolutamente cierto es que no era fácil llenar el reservado, ni siquiera a veces conseguir una media entrada.
Más poblado estaba siempre el bar. Bueno en realidad no era bar a no ser porque se dispensaba alcohol. Pero toda la bebida se almacenaba en una tinaja, donde se hacia el zurracapote. En aquellos años éramos mucho más normales y menos exigentes. No había variedad ni marcas. Sólo aquel líquido indefinible que bailaba a la luz de la bombilla mientras lo dosificábamos en vasos de plástico. Bueno esto de dosificar también es un decir. Este bebedizo se componía de algún tipo de bebida alcohólica a la que se le añadían trozos de fruta cortada, para que absorbiera el alcohol y ablandaran los efectos. Esto era el principio general, pero la realidad es que era el tapete de juego para la imaginación de algunos de mis amigos, que no nombraré por si todavía no han prescrito sus delitos.
Una noche nos visitaron un grupo de chicas forasteras. Algunas de ellas eran de esas que tienen la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta. Entre sus comentarios provocadores y que nuestros ojos nos condujeron al mareo de tanto mirar allí donde se mira en estos casos, pensamos que nos estaban retando y que el honor de todo un pueblo estaba en nuestras manos. Entonces se nos ocurrió de manera espontánea. Uno sacó la fruta del fondo de la tinaja y convenció a algunas de ellas, que la fruta no tenía alcohol… y se la comieron. Mientras otro más osado, y en flagrante delito de envenenamiento premeditado, alevoso y con nocturnidad, cogió un puñado de puntas y clavos viejos que habíamos arrancado en la preparación del local… y los echó a la tinaja. Después bebimos todos, incluso bebimos algunos de los que habíamos visto todo. El ardor juvenil nos hacía pensar que la broma era más importante que la intoxicación que podíamos sufrir por el óxido que había en la bebida. A nosotros no nos pasó nada y a ellas… creo que tampoco, y eso que parecían columpiarse de las vigas del techo. Aunque no conseguimos que la bebida les diera valor para entrar en el reservado. Una vez más nos quedamos con las ganas. Y digo que creo que a ellas tampoco les fue tan mal porque al año siguiente volvieron a la fiesta. Esta vez tampoco entraron al reservado, ni tan siquiera entraron a nuestro bar, y eso que ya habíamos aumentado la variedad de nuestra oferta alcohólica… aunque la seguíamos ofreciendo en vasos de plástico, esos sí con más variedad. Estaba los vasos de tamaño normal y los que mi primo el Baraka hacía con los culos de las botellas de dos litros de Coca Cola. Claro que también pudo pasar otra cosa, que con el pedal que salieron del Toril al año siguiente no se acordarán ni de la peña, ni de la bebida ni mucho menos de nosotros.
Fue una derrota más, otra muesca en nuestra lista de desamores, desengaños y…. vamos en lo de no comernos una rosca, que era la única experiencia acreditada que podíamos poner en nuestro curriculum en aquellos años.
Pero escenarios como el Toril ayudaron a cimentar todavía más esas amistades que hicimos para esta vida y para todas las vidas en las que nos encontremos en el futuro. Y es con lo que quería quedarme. No tengo claro el origen del nacimiento del Toril, pero de lo que sí estoy seguro es de que muchos de mis mejores amigos consolidamos más nuestra amistad en lugares como el Toril.