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BLACOS: El canto del gallo...

El canto del gallo

Esta mañana he pasado al lado de un parque de Pamplona, en los fosos de la antigua muralla, que está lleno de animales. Hay ciervos, patos, gansos, y sobre todo gallinas, con su gallo mandón. Brillaba un sol espléndido pero era pronto y la temperatura se mantenía tibia. Y de repente me ha recordado a Blacos, algo que no es difícil porque durante toda mi vida hay multitud de imágenes y sonidos que siempre me transportan a mi pueblo. Y hoy me recordaba a aquellos años que Blacos estaba lleno de corrales y cuando todavía no calentaba el sol recién salido, los gallos y las gallinas interpretaban de forma incansable su sinfonía diaria. Este espectáculo lo veía casi siempre no por haber madrugado, sino por trasnochar en exceso. Y me ha recordado especialmente a un día, de fiesta ya en agosto, en el que los de casi siempre intentamos competir en habilidades musicales con gallos y gallinas. Vimos salir el sol en la puerta de la Luisa, con el sabor amargo del tabaco y ese ligero dolor de cabeza que nos entraba a esas horas de la mañana después de una noche intensa. Como el cansancio estaba bajando el nivel de la juerga decidimos ofrecer un concierto a unos cuantos que habían decidido acompañarnos. Ya os adelanto que en aquellos años éramos muchísimos menos de los que ahora todavía mantenéis la costumbre de ver salir el sol en las mañanas de verano. No me acuerdo de algunas cosas, pero sí de que de repente apareció una guitarra en manos de Eduardo, un auténtico maestro del instrumento como mucho pudieron comprobar. La verdad es que no tenía un estilo muy definido, y era difícil saber si estaba interpretando Paquito el Chocolatero, o el concierto de Aranjuez. Lo intentó acompañando a Isaac como la de, “El Coyote”, pero no funcionaba. Tampoco mejoró mucho con el coro que hicimos con la de, “ Tu retratito lo llevo en mi cartera”. Estábamos dando una imagen patética y el público, siempre entregado, empezaba a bostezar. Entonces recurrimos a nuestro truco infalible en los momentos de flaqueza, darle la voz a Miguel. Junto con Abel (+) montamos un trío que se parecía a los Hermanos Calatrava y Tomatito (entonces Eduardo llevaba barba flamenca). El resto, los que no servíamos para otra cosa, asumimos el papel de palmeros. La verdad es que el concierto subió muchos decibelios, aunque la calidad no mejoró excesivamente. Nosotros, el grupo del cante, mirábamos asombrados al público porque no entendíamos nada. Les ofrecíamos uno de los mejores conciertos que se han podido dar a la orilla del Milanos, y ellos en lugar de seguir las letras o bailar al ritmo de nuestras palmas se reían como locos. No paraban de reír. Y claro… nosotros nos empezamos a desmoralizar porque las cosas no salían según lo previsto. Teníamos al Paco de Lucía de la Venta, al niño cantor de la Vitoria y al coro de niños cantores de la Virgen de Valverde. Y ellos se reían de nuestro trabajo. Pero es que no exagero. Claro que lo que mejor se nos daba era improvisar sobre la marcha. Estuvimos a punto de ir a buscar las latas de gasolina que utilizamos el año anterior para la diana y darle más bombo y platillo a la música.. y de repente se obró el milagro. A Eduardo hacía un rato que se le habían dormido los dedos y casi todo lo demás. El dúo rozaba la afonía, y los palmeros nos dábamos calorcillo unos a otros para aguantar “ Las Mañanitas de Blacos”. Y entonces va Vicente y se pone a cantar una de las suyas. Joder, hasta podíamos haber cobrado entradas. Se callaron todos, le hacían los coros en el momento oportuno y al final le brindaron una ovación atronadora. Qué éxito, pero qué injusticia. Nosotros las únicas palmas que oímos fueron las nuestras, arrítmicas, desacompasadas y fraudulentas. Vicente fue el último que cantó. Desde ese momento los gallos y las gallinas no se atrevieron a decir ni pío. Fue otra noche histórica. Nos fuimos a la cama cuando ya calentaba mucho el sol. En aquellos años no había ni panceta ni chorizo, ni procesión por las casas. Lo único que había era el canto del gallo y de las gallinas cuando todavía no calentaba el sol.