BLACOS: Emiliano...

Emiliano

En el último verano la cuesta de la plaza le parecía ya la cima del Everest. La escalaba con parsimonia y con el escaso oxígeno que todavía le regalaba la vida. En el último verano habían empezado a nacer ya los primeros brotes del invierno eterno. Esa mirada perdida, ese semblante ausente, y sobre todo esa locuacidad arrasada por los silencios del tránsito. Se llamaba Emiliano. Dicho así habrá mucha gente que no sepa a quien me refiero. Es algo habitual. Sucede con esas personas que han dedicado casi todo su tiempo a construir y proteger su vida interior sin preocuparse en exceso de los avatares que sucedían más allá de la puerta de su casa. Y por eso tengo el recuerdo de un hombre hecho a sí mismo, con la austeridad de la estepa castellana, con los principios soldados a la necesidad de sobrevivir y con ese carácter insondable de los nacidos en la altura mesetaria. Pero son más impresiones que certezas, porque yo tampoco fui más allá de saber que Emiliano era el padre de mi amiga María Ángeles y por tanto abuelo de Álvaro y Alejandro, sus nietos más conocidos en Blacos.
Mis recuerdos se limitan a su presencia fija en la plaza cuando llegaba el bibliobús. Por tanto me atrevo a decir que era un lector empedernido, Y de ahí puedo añadir que no conozco a ningún lector empedernido que se aleje de su interés cultural y de conocimiento para preocuparse de esas cosas mundanas, vistosas e incluso exageradas que pueden llevar a una persona a ser conocida, famosa etc. Los lectores, como él y como otros muchos, pueden aspirar a ser célebres en su persecución de conocimientos, pero rara vez aspiran a ser el centro de atención de esas tertulias mundanas o debates futbolísticos tan estridentes como vacíos. Yo recuerdo a Emiliano paseando por la cuesta de la plaza, con un libro debajo del brazo, como dni de una especia cada vez menos usual pero para mí cada vez más necesaria. Tengo la sensación de que él prefería nutrirse de las letras que estimulan el conocimiento, y no de los estímulos que viven en lo superfluo y prescindible.
Quizás todos esto, o nada de ello, contribuyó a dibujar el perfil de una de esas personas que pasan cerca de nuestra vida durante unos días del año, y cuando nos paramos a pensar en ello descubrimos que casi somos unos desconocidos a pesar de haber compartido mesa y mantel a la sombra de esos toldos de fiesta. Yo creo que Emiliano se conformaba con el territorio íntimo que rodea su casa y su familia y no se marcaba retos sociales más allá de esa puerta soleada a la que le deba sombra cada tarde con el conocimiento de las letras de esos libros que eran como su guardia personal. Cuando tenía que alejarse de sus cuatro paredes le esperaba una cuesta hacia la plaza. Una cuesta que el último verano parecía la cima del Everest. Él la escalaba con ese rictus de dolor que le contraía la cara y probablemente le encogía el alama, como sucede cuando ya sólo queda la posibilidad de mirar atrás. Su esfuerzo, su abnegación y seguro que su amor propio hacían que cada día esa escalada fuera su pasaporte que certificaba un día más había vencido y estaba vivo. En esa batalla agotadora que ganaba cada día se leía perfectamente la forja de un carácter que no se rendía a las exigencias terrenales. Cada escalada era una victoria, cada peldaño era un grito silencioso de triunfo contra el agotamiento y la adversidad.
Los libros te echarán de menos, Blacos te echará de menos y sus gentes también porque todo el que es capaza de ascender a la cima del Everest de la vida se merece una luz constante en nuestra memoria. La mía al menos está encendida… Adiós Emiliano, hasta el próximo libro.